La noche la fue envolviendo sin dejar un segundo para que Liliana lo notara. Fue el leve ardor en los ojos lo que le indicó que quizá había pasado demasiado tiempo con los nuevos lentes, porque la luz del sol ya estaba asomando por la ventana.
A regañadientes entró a la ducha, como una niña pequeña después de haber estado jugando en el jardín. Sin embargo, agradecía profundamente aquella sensación. Tenía bastante sin que algo le interesara lo suficiente como para sacrificar su descanso, o su desayuno, porque prefirió comer una manzana sin prestar demasiada atención, la mente la tenía solo en los anteojos.
Su apartamento se había convertido en algo interesante. El clima aparecía de manera dinámica, mostrando las nubes que soltaban lluvia, como estaba pronosticado para ese momento. Rio un poco cuando levantó las manos frente a ella y notó las gotas cayendo por entre sus dedos.
Casi podía jurar que percibía la fría lluvia dando en la palma de su mano.
Cada aplicación era más interesante que la anterior, así que, cuando el reloj dio la hora para ir al trabajo, sintió en el fondo del estómago cómo sus ganas de quedarse la desgarraban por dentro.
Vaciló unos segundos en el marco de la puerta, mirando los lentes que la seducían desde el comedor. Le dolía demasiado dejarlos, pero necesitaba hacerlo. Finalmente, se escuchó el crack en su corazón cuando cerró la puerta y echó la llave.
Ojalá le hubieran dado ese regalo mucho antes.
Pensó en eso durante todo el trayecto. Pensó en lo mucho que le gustaría que ese regalo quizá se lo hubieran dado en sus años adolescentes. Eran esos días de constante ocio los que hubieran recibido a la perfección un obsequio como ese. Seguramente se hubiera puesto muy feliz al notar que la vida no era tan aburrida.
Sin nada que hacer, era inevitable reflexionar sobre esas cosas, porque sí, ella creía que esa semilla del mal que la estaba consumiendo había sido sembrada muchísimo tiempo atrás.
No estaba segura de cuánto, porque cuando era niña recordaba momentos alegres, empapados de la más pura e idílica infancia; pero también recordaba momentos amargos o momentos "apagados", como era más propio nombrarlos.
En la adolescencia las cosas no mejoraron, porque le ocurrió lo peor que le puede pasar a un joven en esa etapa. No, no fue derrotada en la competencia más ambiciosa, ni rechazaron su solicitud para algún curso o escuela que realmente quisiera. Ni si quiera le pasó que no la dejaran ir al concierto de su grupo preferido o que todo su grupo de amigos la traicionara. Le sucedió algo aún peor, y más preocupante: nada.
Tecleó en la computadora con un poco de ira en el golpeteo de sus dedos. ¿Quién más sabría lo que se siente que no te pase... nada?
Después de los torbellinos que tuvo que pasar en la infancia con la economía que tambaleaba sobre la espalda de su madre, le perturbaba recordar la sensación de no tener nada. No tenía muchos amigos, no había demasiados problemas, no había drama y no había alegría. Miró el reloj, sintiendo que el viento le gritaba: "¡Como ahora"!". Le molestaba que aquel siempre tuviera la razón.
Ese día fue uno de los peores en mucho tiempo, una sufridera constante. La mente recordando, reflexionando y aturdiendo a cada minuto. Pero una cosa era cierta sobre ese caótico día de trabajo, y era un hecho que le hacía sonreír de vez en cuando, mientras nadie la mirara: estaba sucediendo ALGO.
La hora de salida se convirtió en ese preciado tesoro que le cantaba como sirena. Estaba convencida de que aquello era justo por lo que valía toda la pena sufrir en el tiempo de trabajo. Sintió que la emoción, la vida, le regresaba y corría por sus venas mientras salía de la oficina. Y casi explotó de la dicha cuando su pie tocó el primer escalón para llegar a su apartamento.
Ya había recorrido casi todas las aplicaciones preinstaladas durante la noche. Ahora sus dedos bailaban por enfrente de sus ojos para explorar qué otras funciones la sorprenderían. Abrió un par de videos para mirar tutoriales. Sentir a las personas hablando tan cerca de ella, le parecía maravilloso.
No quería parecer patética (aunque en el fondo así se sintiera), pero eso la hacía sentir un poco menos sola.
Se detuvo a mirar un tutorial con peculiar interés. Ya había llenado la aplicación de notas con algunos pensamientos que sentía que le sobraban en la mente. Miró el clima, las noticias, se quiso convertir en una experta en bolsa abriendo la aplicación de finanzas, y percibió la cercanía humana al escuchar los tutoriales; pero esta persona hablaba de algo más.
—Es como en una película —dijo ella. La voz estaba un poco rota, pero le agradó escucharla porque casi no lo hacía. Casi nunca escuchaba sus propia voz, porque se la pasaba todo el día callada, así que le pareció una melodía apropiada.
Tomó el tutorial que miraba y lo minimizó con las manos. Comenzó a seguir las instrucciones de la persona que hablaba frente a ella y finalmente su respiración se cortó cuando logró configurar todo. Justo frente a sus ojos apareció otra realidad.
Era un teatro, lo había configurado así para ver películas, pero aunque aquel no fuera el propósito, Liliana sintió un sueño hecho realidad. Ya no estaba en su aburrido y absurdo departamento, en el que casi se sentía obligada a estar. Mejor dicho, ya no estaba en esa aburrida realidad en la que tenía que vivir.
—Esto es increíble —soltó.
Escuchar su voz en el teatro la hacía sentir que todo era mucho más real.
Tomó asiento en la sala, pero se sintió como tomarlo verdaderamente en aquellos asientos aterciopelados rojos que se alineaban a sus costados. La pantalla negra en donde se podía proyectar una película, la miraba. Estaba esperando que hiciera uso de ella, pero Liliana no quería eso. Deseaba quedarse el mayor tiempo posible contemplando ese mundo. SU mundo.