El momento en que empacó los lentes, se sintió sublime. No creyó que eso pasaría, porque no hace tanto solía amarlos con tanta profundidad que les permitía abiertamente destruirla.
Sacudió la melena rizada para quitarse eso de la mente, al tiempo que salía de su departamento para entregarle el paquete al repartidor.
De camino, una lluvia de saludos la abrazó. Liliana correspondió aquellos con las mejillas sonrosadas, un poco abrumada porque no estaba acostumbrada a ese tipo de interacciones aún.
Miró el paquete alejándose en esa motocicleta. El repartidor tenía unos lentes exactamente iguales a los que ella acababa de entregar y sintió en el aire las palabras que le había dicho el hombre de la luz, pero que quedaban silenciadas en sus labios.
Más tarde llegó su madre. Ambas hicieron una receta en microondas que Carmen recortó de una revista y charlaron un buen rato para desempolvar las palabras. Cuando lo hacían, ambas sentían que su relación estaba recuperándose.
Juntas, revisaron los requisitos para la academia. Antes de enviar su solicitud, era conveniente que volviera a retomar el conocimiento de su instrumento musical. Liliana sugirió el centro cultural, pero aquel tenía cupo lleno.
Una cosa había notado la chica de esta realidad. Y es que no siempre la dirección es lineal hacia lo que quería, pero eso no significaba que fuera algo malo. Pensaba en lo aburrido que era que los lentes te marcaran el uno y dos hacia lo que supuestamente querías, hasta que solo te convertías tú mismo en una máquina, en un...
—¿Sabes lo que pienso de eso? —le dijo Liliana a su madre mientras se encontraban comprando en el supermercado otro día.
La chica señalaba con suma discreción a la gente que paseaba con sus lentes. La ciudad cada vez estaba más llena de usuarios. Podías contar con los dedos de la mano a aquellos que no hicieran uso de los mismos.
Nadie se esperaba la epidemia tan grande que pronto causaría la baja de sus precios. Más modelos, más económicos, más planes de pago, más marcas desarrolladoras. Más y más usuarios.
—Somos conejos de laboratorio —aclaró la chica mientras elegía la fruta que llevarían.
—¿Como que conejos, Liliana?
—Ellos, me refiero a los que hacen esos lentes, no los han usado. Estoy segura. No saben lo que se siente. Mandan sus inventos hacia todos nosotros como si fuéramos sus...
—Conejos de laboratorio —concluyó Carmen asintiendo—. Qué curiosa forma de verlo.
Durante las semanas siguientes, se preguntó por qué odiaba su vida anteriormente. Recordaba sentir el sol insípido, pero después de haberlo perdido tanto tiempo, era una de sus cosas preferidas. Un rayo que se cuela entre el suéter y jueguetea con tu cabello. No entendía por qué una partícula insignificante ahora podía sacarle una sonrisa y...
—¡Buenos días, Liliana!
Un saludo de sus vecinos ya no era molesto, sino que decoraba el día.
El departamento de Liliana se sentía más alegre sin un solo mueble, pero con la dueña sentada en el suelo, acomodando los papeles necesarios para su audición.
Tal vez era el fantasma de la chica lo que oscurecía hasta el más lindo de los sillones en aquel momento. La mirada en velo negro, desmotivada y afligida.
—¿Qué es la vida? —preguntó Liliana, como si nada, mientras ayudaba a bañar al chihuahua de la señora Rosario.
—¡Qué pregunta! Muy compleja, en realidad no lo sé... Momentos, supongo —respondió ella mientras llenaba al perrito de agua.
Se preguntó si la señora Rosario también había tenido un momento en el que deseara que cada parte de la vida fuera diferente y otro en el que prefiriera que todo se mantuviera justo así. Con los pájaros espiando desde el borde de la azota y la mirada del perrito, brillante, curiosa.
El jabón llegó a la naricita del pequeño, así que este estornudó sonando como una corneta. Ambas rieron y Liliana pudo tener un fragmento de su respuesta.
Más tarde, miró a la gente que caminaba en el parque con sus lentes. Miró el cielo y lo vio tan grande, se miró a ella y era tan pequeña. Observó las pantallas, notó que era tan pequeña y los usuarios tan grandes. Tomó una hoja del suelo y regresó a su departamento. Aún tenía que completar unos formularios antes de asistir a la academia.
🎀
Había pasado un buen tiempo desde su decisión. Liliana había logrado cubrir varios pagos tardíos con la venta de sus muebles y de los lentes. Después, obtuvo unos trabajitos aquí y allá, para juntar lo suficiente para su renta.
La vida volvía a sus manos.
Después de mucho esfuerzo, muchas clases, desencuentros y mucha fortuna, la chica asistió a un enorme edificio antiguo. La academia que había seleccionado daba becas completas, pero las audiciones, se decía, eran terriblemente competitivas.
Mientras todos esperaban, Liliana paseaba su mirada por los demás participantes. Cada uno tenía los lentes. No lo reconocía solamente por la presencia de los mismos, sino porque sus pieles lucían descuidadas, el cabello un poco sucio. Sabía que la mayoría probablemente solo se había desconectado (si es que lo estaban en ese momento) para ir a la audición.
—Hola, soy Liliana. ¿Tienes la hora? —preguntó la chica a una de las asistentes.
Aquella la miró extrañada. Enfocó su rostro con los lentes para ver si la encontraba en Connected Friends, pero no fue así.
—Casi es tiempo —respondió de forma seca.
—Lo sé.
La otra chica la miró extrañada. No tenía lentes, quizá era una de esas hippies anti tecnología. ¿Cómo iba a presentar su audición sin una partitura digital acompañándola o una alarma de desafino?
—Entonces, ¿por qué me preguntas?
—Pensé que podíamos charlar un poco antes de pasar.
La mujer que llamaba a los participantes, también usaba los lentes. Algunos se levantaban sin que pronunciaran sus nombres, lo cual hacía pensar a Liliana que estaban conectados por medio de los mismos.