Pasaron dos años y medio desde que Eugenio puso un pie en Marruecos. Se había ganado el respeto de su jefe, un hombre justo que lo trataba como a un hermano.
Un día, mientras revisaba sacos de cemento, el jefe lo llamó aparte.
—Eugenio, tengo una propuesta para ti.
—Diga, jefe.
—Vas a ir a España. Allí necesitan un buen obrero y yo te recomendé. No volverás… es trabajo para largo.
—¿Cuándo me voy?
—En una semana.
—¿Necesito llevar herramientas o algo?
—Nada de eso. Es un intercambio: tú trabajas allá y ellos me envían materiales que aquí escasean.
Eugenio aceptó. En junio de 1956, cruzó el mar y llegó a Galicia, España. El aire olía a sal y a madera húmeda. El trabajo era pesado, pero el clima templado y la gente amable lo hacían llevadero.
Al año siguiente, el 5 de mayo de 1957, conoció a Ester. Ella tenía diecinueve años, una sonrisa luminosa y carácter fuerte. Se cruzaron varias veces en la plaza, hasta que él reunió valor.
—Ester, eres muy guapa. ¿Quieres ser mi novia? —soltó, directo.
Ella arqueó una ceja.
—¿Le dices eso a todas las chicas bonitas?
—No, solo a ti.
Ella sonrió.
—Está bien… pero yo mando.
—Trato hecho.
En octubre, Eugenio visitó a los padres de Ester para pedir su mano. El padre, un hombre grande y de voz grave, lo recibió con gesto serio.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó sin rodeos.
—Quiero casarme con su hija.
—¿Le serás fiel?
—Lo prometo, señor.
—Entonces tienes mi bendición.
El 18 de octubre de 1958, Eugenio y Ester se casaron. Se mudaron a una modesta casa en Galicia y, poco a poco, la familia creció:
1959: nació María.
1961: llegó Héctor.
1963: nacieron las mellizas, Helena y Leticia.
1965: el pequeño Eustaquio cerró la cuenta de hijos.
Eugenio, que había tenido una infancia dura, se empeñó en enseñar a sus hijos a contar, leer y trabajar desde pequeños. Ester, por su parte, mantenía la casa viva y el corazón de todos unido.
Pero el 4 de diciembre de 1965, la felicidad se quebró: Eustaquio, recién nacido, cayó gravemente enfermo. Los médicos dijeron que no había tratamiento disponible en el hospital. Solo una clínica privada podía salvarlo.
Eugenio no dudó: alquiló la clínica, contrató a un doctor y a una enfermera. Pasaron años de tratamientos experimentales y noches en vela. Finalmente, el 4 de abril de 1969, el doctor sonrió:
—Su hijo está curado.
Editado: 12.08.2025