Galicia, invierno de 1970.
La fábrica estaba envuelta en un frío húmedo. Eugenio trabajaba como siempre, cuando su jefe lo llamó a la oficina. La voz sonaba extraña, demasiado calmada.
—Eugenio, tenemos que hablar.
—Diga, jefe.
—Te tengo que despedir.
—¿Despedirme? ¿Por qué?
—Ya no te necesito.
—¿Y el dinero que me debes de estos dos años?
—No es por eso…
Eugenio lo interrumpió, con la mirada fija:
—Págame ahora mismo, o tendremos un problema. Ya sabe lo que puede pasar en esta dictadura si lo denuncio.
El jefe asintió lentamente.
—Ven a mi despacho y te lo daré.
Eugenio sintió un escalofrío. Algo en su instinto gritaba que aquello no era una simple reunión. Disimuló, salió al taller y fue a buscar a Ester.
—Ven conmigo al despacho —le dijo—. No quiero ir solo.
Frente a ella, el jefe le entregó un sobre con el dinero, el casco y el uniforme. Eugenio contó rápido: más de 10.000 pesetas. Guardó todo y se marchó sin mirar atrás.
Esa misma noche, en la mesa de la cocina, le dijo a Ester:
—Nos vamos a Argentina.
—¿Tan pronto? ¿Por qué?
—El jefe quería matarme. No pienso esperar a que lo intente de nuevo.
María, la hija mayor, protestó:
—¡No quiero irme! Tengo amigos aquí.
—Hija —intervino Ester—, si nos quedamos, corremos peligro.
Dos horas después, un amigo de Eugenio los escondía en su barco. Los ocultó dentro de tres grandes cajas con verduras y telas para enviarlos como mercancía a Buenos Aires.
El viaje duró cinco días. El aire dentro de las cajas era pesado y el ruido del mar constante. Cuando por fin se abrieron, un marinero les advirtió:
—En el puerto hay gente peligrosa. Cuidaos.
Eugenio le entregó algo de dinero a su amigo y, con la familia, tomó un coche hacia Misiones, una provincia tranquila en el noreste de Argentina. Allí compraron una casa modesta y comenzaron a planear un negocio de comida.
Era un nuevo comienzo.
Pero Eugenio sabía que en su vida nada duraba en paz por mucho tiempo.
Editado: 12.08.2025