Era una tarde calurosa cuando Eugenio recibió una carta con matasellos de Londres. La letra de María estaba apretada, como si hubiera querido contar todo de golpe.
"Papá, mamá, estoy bien… y quiero que conozcan a alguien. Se llama Diego, es argentino como nosotros, vive aquí desde chico. Nos queremos y pensamos casarnos".
Ester leyó la carta dos veces y sonrió.
—Parece que nuestra hija está enamorada.
Eugenio frunció el ceño.
—¿Casarse? ¿Con un muchacho que ni conozco?
Durante días, el tema estuvo sobre la mesa. María escribió otra vez, esta vez pidiendo que fueran a su boda.
—No voy a Londres —dijo Eugenio—, pero si ese Diego quiere casarse con mi hija, que venga él a decirme en la cara.
Un mes después, llegó otra carta: "Vamos a viajar a Argentina. Queremos verlos y contarles todo".
La noticia agitó a la familia. Los chicos estaban emocionados, Ester también.
Eugenio, en cambio, sentía una mezcla de curiosidad y desconfianza. No le gustaba que las cosas cambiaran tan rápido.
No lo sabía todavía, pero la llegada de María y Diego iba a traer más que un simple encuentro familiar.
Editado: 12.08.2025