La casa estaba en silencio. Era tarde, y todos se habían ido a dormir después de la cena. Solo en la cocina quedaban dos tazas de café y una luz tenue que venía de la lámpara colgada sobre la mesa.
Eugenio estaba sentado, con los brazos apoyados, mirando hacia la puerta. Diego entró despacio, buscando un vaso de agua.
—Sentate —dijo Eugenio, sin levantar la voz pero con un tono que no dejaba espacio a la duda.
Diego obedeció, acomodándose en la silla frente a él. Por un momento solo se escuchó el ruido del viento golpeando contra las ventanas.
—Vos y yo tenemos que hablar —comenzó Eugenio—. María es mi hija. Mi responsabilidad. Y no me importa cuántos kilómetros hayas viajado ni las historias bonitas que me cuentes… lo que me importa es que no la lastimes.
Diego lo miró fijo, tratando de no mostrar nervios.
—La quiero, señor. No vine hasta acá para jugar con ella.
Eugenio se inclinó hacia adelante.
—Las palabras son fáciles. Lo difícil es sostenerlas. Acá las cosas no son como en Londres. Acá uno se gana el respeto trabajando, cumpliendo… y aguantando.
Diego respiró hondo.
—Entiendo. Y estoy dispuesto a hacer lo que sea para que confíe en mí.
Eugenio lo observó unos segundos más, como si quisiera leerle el pensamiento. Finalmente asintió despacio.
—Bien. Mañana vas a venir conmigo al restaurante. Quiero ver cómo te movés, cómo tratás a la gente… y si sabés ensuciarte las manos.
Diego sonrió apenas.
—De acuerdo.
Eugenio se levantó, tomó su taza y antes de irse dijo:
—Ah… y si alguna vez le hacés daño a María, te vas a acordar de esta conversación toda tu vida.
Diego se quedó solo en la cocina, con la sensación de que esa noche había pasado un examen… pero que todavía le quedaban muchos por rendir.
Editado: 12.08.2025