El sol recién empezaba a calentar cuando Diego llegó al restaurante. Eugenio ya estaba ahí, revisando cuentas con un lápiz detrás de la oreja. Carlos, desde la cocina, lo saludó levantando una cuchara de madera.
—Así que hoy te ponen a prueba, ¿eh? —bromeó Carlos—. Tranquilo, si te va mal, al menos habrás desayunado bien.
Diego sonrió, aunque en el fondo estaba nervioso. Eugenio lo llevó detrás del mostrador.
—Hoy vas a hacer de todo: atender mesas, limpiar, llevar pedidos. Quiero verte trabajar.
La mañana fue un torbellino. Diego llevaba bandejas de un lado a otro, anotaba pedidos, y cuando podía ayudaba a Carlos a cortar verduras. Entre tanto trajín, algunos clientes habituales lo saludaban con curiosidad.
—¿Y este quién es? —preguntó una señora mayor.
—Un amigo de la familia —respondió Eugenio, sin dar más detalles.
A media mañana, Carlos decidió probarlo.
—A ver, pibe, ¿sabés preparar un café como Dios manda? —dijo, cruzándose de brazos.
Diego se animó, y aunque el primer intento quedó un poco flojo, el segundo salió perfecto. Carlos lo probó y asintió.
—Bien… no vas a arruinarme la clientela.
Eugenio observaba todo en silencio, pero a medida que pasaban las horas empezó a notar algo: Diego no se quejaba, no se distraía y trataba a todos con respeto. Al final del día, mientras guardaban las sillas sobre las mesas, Eugenio habló.
—No lo hiciste mal —dijo, casi como quien no quiere admitirlo—.
Diego sonrió.
—Gracias… creo que es un buen comienzo.
—Veremos —respondió Eugenio, pero esta vez con un tono menos áspero.
Ester pasó a buscarlos para volver a casa, y mientras salían, Carlos le dijo a Diego en voz baja:
—Si lograste que el viejo no te saque a escobazos el primer día, ya es un logro.
Diego rió, y por primera vez sintió que tal vez, solo tal vez, estaba empezando a ganarse un lugar en esa familia.
Editado: 12.08.2025