La tarde caía tranquila y dorada cuando María, Diego y Eugenio se sentaron alrededor de la mesa en la pequeña cocina de la casa. Carlos había dejado la cocina por un rato y traía platos humeantes con el aroma de guiso casero.
—Esto sí que es vida —dijo María, sonriendo mientras servía un poco a cada uno—. Nada como comer juntos después de un día largo.
Eugenio, que generalmente estaba serio y reservado, esta vez parecía más relajado. Miró a Diego y asintió levemente, como aprobando su esfuerzo en el restaurante.
—No está mal —dijo sin levantar la voz, pero con una suavidad nueva.
Diego se sonrojó un poco, agradecido por el gesto. María los observaba a ambos con una mezcla de orgullo y esperanza.
Después de la comida, salieron al pequeño patio trasero. El aire fresco les calmaba, y por un rato, las preocupaciones parecían lejanas.
—¿Se acuerdan de cuando éramos chicos? —dijo María, sentándose en el banco—. Diego, tú siempre te escapabas a jugar fútbol, y Eugenio, tú eras el que cuidaba de todos.
Diego rió y asintió, pero su mirada se desvió hacia un rincón oscuro del patio donde un par de cajas estaban apiladas sin abrir.
Eugenio notó la mirada y frunció el ceño.
—Esas cajas no deberían estar ahí —dijo con una sombra de preocupación.
María también se quedó seria.
—Son cosas que traje cuando regresé de Londres. No he tenido tiempo de organizar todo.
Un silencio incómodo llenó el espacio. Diego miró a Eugenio, y por un momento los tres parecieron entender que, aunque estaban juntos, las complicaciones no estaban tan lejos.
Carlos apareció en la puerta, con una sonrisa.
—¿Quién quiere postre? Tengo algo especial para esta noche.
Esa pequeña promesa dulce alivió la tensión, pero en el aire quedó flotando la sensación de que algo estaba a punto de cambiar.
Editado: 12.08.2025