Raíces y Vueltas

Decisiones que cambian caminos

Los días siguientes a la llegada de Ester y Lorenzo fueron un torbellino. La casa estaba más viva, pero también más cargada. Las conversaciones se entrelazaban entre lo personal y lo empresarial, como si todo formara parte del mismo tejido.

Ester, con su carácter firme, comenzó a pasar más tiempo con María. Paseaban por el pueblo, visitaban viejas amigas, e inevitablemente, hablaban de Diego.
 —No te voy a mentir, hija —dijo una tarde mientras caminaban junto al río—. Al principio, no me gustaba la idea de que te casaras tan joven. Pero te veo… y veo que lo amas.
 María se detuvo, sorprendida por la franqueza de su madre.
 —Es que lo amo, mamá. Pero tengo miedo… miedo de dejarlo todo y volver a Londres.
 —El miedo no se quita, María. Solo se decide qué es más grande: el miedo o el amor.

Mientras tanto, en el despacho de Eugenio, Lorenzo presentaba cifras y planes para la expansión de la empresa. Londres aparecía como una oportunidad irresistible. Carlos, siempre práctico, apoyaba la idea.
 —Esto puede ser el salto que necesitamos —comentó, revisando unos gráficos.
 Eugenio fruncía el ceño, pero escuchaba. En el fondo, sabía que esta decisión no solo afectaba a los negocios, sino también a María y Diego.

Una noche, después de una cena en la que Ester parecía más cordial con Diego que nunca, María lo encontró en el jardín, mirando el cielo.
 —¿En qué piensas? —preguntó ella, acercándose.
 —En que no quiero que te sientas obligada a ir a Londres… pero tampoco quiero irme sin ti.
 María lo miró fijamente, sintiendo que, por fin, algo dentro de ella se alineaba.
 —Diego… me voy contigo.

Él la abrazó con fuerza, como si temiera que cambiara de opinión. Dentro de la casa, Ester observaba por la ventana, una leve sonrisa dibujada en sus labios.

Al día siguiente, María se sentó con Eugenio. El silencio duró varios segundos, hasta que ella habló:
 —Papá… me voy con Diego. Sé que es difícil para ti, pero necesito hacerlo.
 Eugenio la miró largo rato, y aunque en sus ojos había tristeza, también había respeto.
 —Entonces ve, hija. Y haz que valga la pena.

Con la bendición de su padre, el apoyo silencioso de su madre, y la certeza en su corazón, María supo que su camino estaba decidido. Londres la esperaba, y junto a Diego, sentía que estaba lista para lo que viniera.




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