En Londres, María y Diego ya llevaban dos semanas instalados. El pequeño apartamento comenzaba a sentirse como un hogar: una planta en la ventana, las tazas favoritas de María en la repisa y el aroma del café por las mañanas.
Diego, entre su trabajo y las caminatas por el Támesis, parecía más feliz que nunca. María también lo estaba, pero cada noche, antes de dormir, sentía un leve nudo en el estómago. Era nostalgia… y una inquietud que no sabía explicar.
En Argentina, la casa de Eugenio y Ester se había convertido en un campo minado. Carlos y Lorenzo lo notaban, aunque ninguno decía nada. Las reuniones de trabajo se llenaban de silencios incómodos y miradas esquivas.
Una tarde, mientras buscaba unos documentos en el despacho, Ester encontró una carpeta vieja, cubierta de polvo. Dentro había cartas, facturas y una fotografía.
La foto mostraba a Eugenio más joven, con una mujer que Ester no reconocía… y un niño pequeño que no era María.
Cuando Eugenio llegó esa noche, Ester estaba sentada en la sala con la carpeta sobre las rodillas.
—¿Quién es? —preguntó sin levantar la voz, pero con una frialdad que heló el aire.
Eugenio se quedó inmóvil.
—No es lo que piensas.
—Entonces explícame —lo interrumpió—. Porque lo que veo es que hay un niño… y no es mi hijo.
Eugenio suspiró, derrotado.
—Antes de casarnos… cometí errores. Ese niño… es mi hijo también.
La confesión cayó como un martillo. Ester no lloró ni gritó. Solo lo miró largo rato, como si estuviera viendo a un extraño.
—No sé si puedo perdonarte.
Mientras tanto, en Londres, María recibió un mensaje inesperado de Carlos:
"María, tu madre y tu padre están pasando por algo serio. No sé si deberías venir, pero… tal vez pronto lo necesiten."
María miró a Diego con preocupación. Londres era un sueño recién empezado, pero su familia parecía desmoronarse a miles de kilómetros.
Editado: 12.08.2025