Puentes reconstruidos

El mensaje de Carlos había dejado a María en silencio durante varios días. Diego, paciente, no insistía, pero sabía que su mente estaba en Argentina.
 Una noche, mientras caminaban por las calles iluminadas de Londres, ella finalmente habló:
 —He pensado en volver… pero si lo hago, sentiré que dejo nuestra vida aquí a medias.
 Diego la miró con ternura.
 —Entonces no vuelvas. Estás donde querías estar. Y tu familia… se va a recomponer, lo sé.

En Argentina, la tensión en la casa había alcanzado su punto máximo. Ester apenas hablaba con Eugenio y se había refugiado en largas caminatas con Lorenzo, que trataba de distraerla con historias de la empresa y anécdotas de su juventud. Carlos, más directo, fue a ver a Eugenio.
 —Si no hablas con ella de verdad, no habrá empresa ni matrimonio que aguante.

Esa noche, Eugenio se acercó al cuarto donde Ester leía en silencio.
 —No quiero perderte —dijo con voz baja.
 Ester levantó la vista, con lágrimas contenidas.
 —Me heriste, Eugenio. Pero… también sé que todos tenemos un pasado. No puedo cambiarlo. Solo puedo decidir si quiero seguir caminando contigo.

Eugenio se sentó junto a ella.
 —Quiero que me conozcas de verdad. Incluso con mis errores.
 Ester lo observó unos segundos y, con un suspiro, apoyó su mano sobre la de él. No era un perdón inmediato, pero sí un primer paso.

La empresa, gracias al trabajo conjunto de Carlos y Lorenzo, se estabilizó en los meses siguientes. Eso trajo un aire más liviano a la casa, y con él, la posibilidad de volver a sonreír.

María, desde Londres, recibía cartas y videollamadas. Una tarde, vio a sus padres en la pantalla, sentados juntos, con un gesto más sereno.
 —Estamos bien, hija —dijo Ester—. No perfecto… pero bien.
 Y María supo que había tomado la decisión correcta al quedarse con Diego.

El tiempo, con su paciencia implacable, comenzaba a reconstruir los puentes que se habían roto.