Habían pasado dos años desde que María y Diego habían llegado a Londres. El pequeño apartamento de antes se había convertido en una casa luminosa a las afueras, con un jardín donde las flores se abrían al sol inglés.
Diego trabajaba en una firma de arquitectura, y María daba clases de arte en un centro cultural. Su vida estaba hecha de rutinas tranquilas: desayunos lentos, tardes de trabajo, paseos por el parque los domingos.
A finales de primavera, Eugenio y Ester decidieron viajar a Londres. El vuelo fue largo, pero al bajar del avión sintieron que algo había cambiado: ya no venían a despedir a una hija, sino a visitar un hogar.
El reencuentro fue cálido. Pasearon por los mercados, tomaron té en cafeterías antiguas, y las noches se llenaron de conversaciones más suaves, sin rencores.
Una tarde, mientras el sol caía sobre el jardín, María se sentó frente a ellos con una sonrisa que parecía contener un secreto.
—Quiero contarles algo… —dijo, tomando la mano de Diego.
Ester frunció el ceño, curiosa.
—¿Qué pasa, hija?
—Vamos a ser padres.
Por un momento, el silencio fue absoluto. Luego, Ester se llevó las manos a la boca y Eugenio sonrió como no lo hacía desde hacía años.
—¿En serio? —preguntó él, levantándose para abrazarla.
—Sí. Y quiero que este niño crezca sabiendo que su familia, aunque esté en dos países, siempre está unida.
Esa noche, cenaron todos juntos. No había tensiones, solo planes para el futuro y risas que llenaban la casa. Eugenio y Ester se miraban de vez en cuando, como si entendieran que, pese a todo, la vida les estaba dando una nueva oportunidad… y esta vez no pensaban desperdiciarla.
Editado: 12.08.2025