Los días siguientes fueron una mezcla extraña de rutina y distancia.
Lucas volvió al colegio, pero no era el mismo.
Reía con sus amigos, pero sus risas sonaban apagadas. Respondía en clase, pero su mirada vagaba lejos, como si en cada palabra que decía su mente estuviera en otro lugar.
Abril lo notaba todo. Cada gesto, cada silencio, cada mirada perdida.
Y aunque intentaba darle espacio, había algo en su pecho que dolía un poco más cada día.
En la reunión del comité, mientras todos discutían sobre los centros de mesa, Abril lo vio cruzar el pasillo a lo lejos.
No se saludaron.
Él la miró apenas y siguió de largo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Mili, notando que había dejado de escribir.
—Nada. Solo… cansancio —mintió, fingiendo revisar una lista.
Pero por dentro, estaba segura: algo más lo estaba afectando.
A la salida, lo encontró apoyado en la moto, esperándola.
—Te llevo —dijo, sin la habitual sonrisa.
—No hace falta, puedo caminar —respondió, un poco dolida.
Paso por su lado y siguió caminando fuera del instituto, alejándote de todos los estudiantes, excepto de él .
—No te estoy preguntando —contestó, con tono serio. Siguiéndole el paso con su moto en marcha.
—¿No vas a dejarme en paz verdad?— le preguntó la pelirroja.
—No, por eso lo mejor es que subas. — se subió y se sujetó de Lucas, su agarre no fue como el de costumbre y eso Lucas lo notó.
El trayecto fue silencioso. Ni bromas, ni caricias, ni las risas que solían acompañarlos.
Cuando se detuvieron frente a su casa, Abril se bajó sin mirarlo
—Gracias por el viaje —dijo con un hilo de voz.
—Abril, espera —dijo él, deteniendo el motor.
Ella se giró, cruzando los brazos.
—No sé qué te pasa, pero si me estás apartando otra vez, al menos dimelo. No quiero volver a sentir que estoy hablando sola.
Lucas la miró unos segundos antes de responder.
—No te estoy apartando. Solo… estoy intentando no perder la cabeza.
—Entonces no lo hagas solo —susurró ella.
Él suspiró, se bajó de la moto y la abrazó con fuerza.
No fue un abrazo romántico. Fue un abrazo de desahogo. De alguien que necesitaba sostenerse en otro para no caerse.
—Mi padre no deja de llamar —dijo, con la voz baja contra su cabello. —Y aunque mamá puso la denuncia, cada vez que suena el teléfono pienso que va a aparecer en la puerta.
Abril lo apretó más fuerte.
—No estás solo, Lucas.
Él sonrió apenas.
—Eso es lo que me asusta. No quiero que tú termines metida en esto y que acabe mal.
—Ya estoy metida —replicó ella. —Y no pienso irme.
Se separaron lo justo para mirarse a los ojos.
Y ahí, entre luces de la calle y el ruido distante del tráfico, se besaron con esa mezcla de miedo y necesidad que solo se siente cuando el mundo parece tambalear.
. . .
Los días siguientes, su relación se volvió más silenciosa, pero también más profunda.
Ya no necesitaban hablar tanto. A veces bastaba con que Abril le sonriera, o que Lucas dejara un dibujo tonto en su cuaderno con la frase “Sigo acá”.
Una tarde, mientras preparaban decoraciones para la fiesta en el gimnasio, ella lo vio llegar con los auriculares colgando del cuello, la mirada más tranquila.
—Volviste —le dijo, sonriendo.
—Nunca me fui —contestó él.
—Mmm… eso es discutible —respondió ella con tono juguetón.
—Estuve… procesando —dijo él, mientras tomaba una cinta y empezaba a pegar carteles junto a ella.
— Mi padre me dejó muchas preguntas sin respuesta. Pero también me hizo darme cuenta de algo.
—¿De qué?
Lucas la miró.
—De que por primera vez en mucho tiempo tengo algo que no quiero perder.
Abril bajó la vista, sonrojada.
—Qué cursi.
—Y funcionó otra vez —bromeó él.
Se rieron los dos, y en ese momento, entre risas y carteles torcidos, recuperaron lo que los había unido al principio: esa conexión ligera, imperfecta y sincera.
Esa noche, Lucas le envió un mensaje:
«No sé qué va a pasar con todo esto, pero te prometo que, mientras pueda, voy a elegir quedarme.»
Abril lo leyó varias veces antes de responder.
«Entonces quédate. Pero no por promesa, sino porque quieres.»
La respuesta que Lucas le dio la dejo más tranquila .
«Ya lo hago, Firefly.»
A la mañana siguiente, cuando se cruzaron en el pasillo, no se saludaron con palabras.
Solo una mirada. Una sonrisa discreta.
Y eso bastó.
Porque aunque el mundo a su alrededor empezaba a moverse otra vez —rumores, presiones, responsabilidades. —entre ellos reinaba una certeza callada.
Estaban juntos, incluso cuando todo lo demás se volviera complicado.
. . .
Tres días antes de la fiesta de egresados…
El aire del atardecer olía a pasto recién cortado y a euforia adolescente.
El instituto entero se había reunido para el partido de fútbol de egresados, una tradición antes de la gran fiesta.
Los equipos estaban formados por estudiantes del último año, algunos profesores y un par de exalumnos que se habían sumado “solo por diversión”.
Abril, como organizadora del evento, estaba en modo multitarea total: verificando los carteles, repartiendo botellas de agua y corriendo detrás de la gente que “se olvidaba” de traer las camisetas.
—¡No, no, no! —gritó, corriendo hacia el centro del campo. —¡Los azules a la izquierda, los rojos a la derecha! ¡Y que alguien le saque el celular a Mili, por favor, está sacándose selfies en medio del campo!
—¡Una más, Abril! ¡Prometo que es la última! —respondió Mili, sin moverse del lugar.
—Eso dijiste hace cinco fotos —bufó Abril, aunque no pudo evitar sonreír.
Desde la línea de los suplentes, Lucas la observaba con esa sonrisa ladeada tan suya.
Llevaba la camiseta azul y el cabello ligeramente despeinado, con el número 9 estampado en la espalda.