El sonido del motor se alejó hasta perderse en la distancia.
Lucas siguió mirando la calle vacía, sin moverse, con el corazón golpeándole tan fuerte que hasta el silencio dolía.
No supo cuánto tiempo estuvo ahí parado.
Minutos, tal vez.
Horas.
El viento traía todavía el eco de la música desde el gimnasio, mezclado con el murmullo de risas lejanas, como si el mundo se empeñara en recordarle que la fiesta seguía, aunque para él todo hubiera terminado.
Por primera vez en mucho tiempo, Lucas sintió miedo.
No de perder una pelea, ni un examen, ni una oportunidad.
Sino miedo real: ese que te paraliza cuando te das cuenta de que puedes quedarte sin la única persona que te hacía sentir distinto.
Se sentó en el borde de la vereda, con las manos entre el cabello, respirando hondo.
“Cálmate”, se dijo, aunque ni él creía en sus propias palabras.
—No le hice nada —susurró al aire, sin saber a quién se lo decía. —Yo no…
Pero la frase quedó suspendida.
Porque aunque él sabía la verdad, el daño ya estaba hecho.
El sonido de pasos lo hizo levantar la cabeza.
Era Thiago, su hermano menor, que venía corriendo con la campera del equipo de fútbol y una cara de preocupación que no pudo disimular.
—Mamá me mandó a buscarte —dijo, sin rodeos. —Está preocupada.
Lucas suspiró.
—Estoy bien.
—No lo pareces —respondió Thiago, sentándose a su lado. —La mitad del colegio está hablando de vos.
Lucas se rio sin ganas.
—Qué novedad.
Thiago lo observó unos segundos.
—¿Era verdad?
—No. —Su respuesta fue inmediata, casi cortante. —No era verdad.
Thiago bajó la mirada.
—Entonces tienes que decirle.
—Lo hice —murmuró Lucas. —Pero cuando alguien te mira con decepción… ya no escucha nada.
El silencio se estiró entre ellos.
El más joven pateó una piedra, y el ruido seco contra el asfalto pareció marcar un punto final invisible.
—¿Sabes qué es lo peor? —continuó Lucas, en voz baja. —Que no me duele que no me creyera. Me duele que piense que fui capaz de lastimarla a propósito.
Thiago lo miró, serio, y por un momento no supo qué decir.
Lucas nunca hablaba así.
Nunca mostraba grietas.
—Mamá dice que el amor nos vuelve idiotas —dijo finalmente. —Pero que sin eso nadie aprendería nada.
Lucas soltó una risa apagada.
—Mamá dice muchas cosas.
—Y casi siempre tiene razón —agregó Thiago, encogiéndose de hombros.
Luego se levantó y le tendió la mano. —Vamos a casa.
Lucas dudó unos segundos, pero al final la tomó.
No porque quisiera irse, sino porque quedarse ahí era peor.
. . .
La casa estaba en penumbras cuando llegaron.
Solo la luz cálida de la cocina iluminaba la figura de su madre, que estaba sentada con una taza de té entre las manos.
Cuando lo vio entrar, suspiró aliviada.
—Por fin. —Se levantó, dejándolo la taza en la mesa—. Me tenía con el corazón en la garganta.
Lucas se dejó caer en una silla.
No tenía energía ni para fingir que todo estaba bien.
—¿Qué pasó, hijo?
Él se quedó mirando la mesa, los dedos jugando con el borde del colgante que seguía apretando en el puño.
—Nada que pueda arreglar, creo.
Su madre se sentó frente a él.
—¿Es por esa chica?
Lucas asintió despacio.
—La arruinaron.
—¿“La arruinaron” o la arruinaste? —preguntó con voz suave, pero firme.
Él levantó la vista, dolido.
—No fui yo, má. No esta vez.
Y entonces, por primera vez, le contó todo. El video manipulado, los rumores, la humillación, la mirada de Abril.
Habló sin pausas, con la voz quebrada, sin tratar de sonar fuerte.
Ella lo escuchó en silencio, sin interrumpirlo, sin juzgarlo.
Cuando terminó, su madre se levantó y se acercó, apoyando una mano en su hombro.
—A veces el amor no se rompe por lo que uno hace —dijo—, sino por lo que otros siembran. Pero si es real, encuentra su forma de volver.
Lucas la miró con una mezcla de tristeza y esperanza.
—No creo que ella quiera volver a verme.
—Entonces no la busques todavía. —Su madre sonrió con dulzura. —Déjala respirar. Pero no la pierdas del todo.
Él asintió, aunque sabía que no podría dormir esa noche.
Ni la siguiente.
. . .
Horas más tarde, cuando todos dormían, Lucas salió al balcón con el celular en la mano.
Abrió la conversación con Abril.
Los mensajes antiguos seguían ahí: bromas, fotos tontas, frases cortas llenas de cariño.
Le escribió algo, lo borró.
Escribió de nuevo. Lo volvió a borrar.
Hasta que finalmente tecleó una sola línea:
〈“Solo quiero que sepas que sigo acá.”
No la envió.
La dejó escrita, parpadeando en la pantalla, como si su silencio también tuviera algo para decir.
Cerró el celular y miró hacia el cielo.
Las nubes se habían movido, dejando asomar algunas estrellas.
Una, particularmente brillante, captó su atención.
La misma forma, el mismo brillo.
La misma que colgaba del cuello de Abril.
Lucas apretó sus puños y respiró hondo.
—No me voy a rendir —murmuró. —No después de sentir algo así.
Pasaron los minutos, o tal vez las horas.
El amanecer empezó a teñir el cielo de un gris pálido, y Lucas seguía ahí, sin moverse, viendo cómo la noche se apagaba.
En algún lugar, Abril estaría despierta también, intentando entender cómo algo tan bonito pudo desmoronarse tan rápido.
Y aunque no la veía, Lucas lo sabía:
Ella seguía siendo su luz.
Su Firefly.
Y aunque no tenía idea de cómo, ni cuándo, ni si tendría otra oportunidad, decidió que iba a pelear por ella.
No con palabras, no con promesas.
Sino con verdad.
Porque si algo había aprendido esa noche, era que las mentiras pueden romperlo todo,
Pero la verdad —cuando llega—
Siempre encuentra una forma de volver a unir lo que vale la pena.