Años después.
El aeropuerto estaba vestido con luces cálidas, carteles luminosos y voces en distintos idiomas que se mezclaban como un coro desordenado. Monitores anunciaban vuelos atrasados, puertas que se abrían hacia el mundo, familias despidiéndose con lágrimas, abrazos, promesas.
Pero ella estaba quieta.
En el centro de aquel universo en movimiento, Abril permanecía inmóvil frente al ventanal enorme que daba vista a las pistas de aterrizaje. La luz del amanecer le dibujaba un halo en el cabello y resaltaba las pecas que el sol nunca consiguió borrar.
Tenía una valija gris junto a su pie derecho, el pasaporte en una mano y un boarding pass en la otra. Los dedos le temblaban un poco. No por miedo. Por emoción.
Habían pasado años. Años desde ese baile. Años desde aquella noche donde entendieron que amar no era aferrarse, sino aprender a acompañar.
—Última llamada para el vuelo 389 con destino a Barcelona —anunció la voz por los parlantes.
El corazón de Abril dio un salto.
Respiró hondo.
Sintió el perfume familiar antes de escucharlo.
—¿Lista? —preguntó una voz masculina detrás de ella, baja y con aquella chispa que a ella siempre le encantó.
Abril se giró.
Y ahí estaba él.
Lucas.
Ya no era el chico de la moto que usaba remeras arrugadas y sonrisas torcidas para disimular inseguridades. Era un hombre. De mirada firme, de manos grandes, de caminar seguro.
El cabello un poco más largo. Los ojos exactamente iguales.
Pero había algo distinto.
Ambos ahora llevaban una alianza que los marca como matrimonio. Y aquel anillo que le regaló a los 18 años, ahora estaba en su mano izquierda, en su dedo anular, brillando con una naturalidad que solo tienen las decisiones que se eligen todos los días.
—Siempre lo supe —dijo él, como si la frase hubiera estado esperando años en su garganta—. Que ibas a ser mi destino.
Ella lo observó sin prisa. Porque cuando el amor madura, aprende a no correr.
Se acercó a él.
Despacito.
Como quien camina hacia un hogar.
—Y yo siempre supe —respondió, con la voz suave— que ibas a encontrarme.
Lucas la rodeó con un abrazo que no parecía de despedida, sino de comienzo. Abril apoyó la frente en su pecho. Sentía los latidos de él, fuertes, firmes, como si fueran un recordatorio silencioso de todo lo que habían atravesado.
Atrás quedó.
El colegio.
La fiesta de egresados.
Los rumores.
Los miedos.
Y adelante estaba la vida.
—¿Estás segura? —preguntó él, aunque su mirada decía que ya conocía la respuesta.
Ella levantó la vista.
—No estoy segura de todo —admitió Abril—. Pero sí estoy segura de ti.
Lucas tragó saliva.
Había algo en su expresión que mezclaba nostalgia con orgullo. No tenían veinte años. Habían pasado por cosas que habían aprendido a nombrar.
Distancia.
Mudanzas.
Proyectos distintos.
Él había estudiado fotografía.
Ella se había recibido de publicidad y diseño.
Hubo noches donde pelearon.
Hubo días donde dudaron.
Hubo silencios.
Hubo miedo.
Pero nunca hubo abandono.
Él siempre volvía.
Ella siempre quedaba.
—¿Te acuerdas de cuando saltamos el portón de la cancha en la fiesta? —preguntó Lucas.
Abril rio.
—Tú te caíste y te rasgaste el pantalón. Difícil olvidar eso.
—Bueno… —dijo él, levantando una ceja. —Es posible que esta vez también tengamos que saltar obstáculos. Pero prométeme una cosa.
—¿Cuál?
Él tomó su mano.
—Si en algún momento tienes miedo… no corras. Avísame. Dímelo.
Abril bajó la vista.
Un nudo se le formó en la garganta.
—Lucas, yo no soy buena para pedir ayuda.
—No necesito que seas buena —respondió él, con una ternura que dolía—. Solo necesito que me dejes quedarme. Así como hace tiempo.
Abril sintió las lágrimas subiendo, pero se obligó a parpadear.
—Quédate conmigo —susurró.
Él sonrió.
Una sonrisa lenta, profunda, tranquila.
—Siempre me quedé. —Acarició su mejilla, rozando una de sus pecas—. Solo estaba esperando que tu lo vieras.
La voz de los parlantes volvió a sonar:
—Última llamada. Puerta 7.
Abril miró el billete. Miró la puerta.
Miró a Lucas.
—¿Listo para empezar a construir algo nuevo? —preguntó ella.
Él tomó la valija de su mano, entrelazó sus dedos y respondió:
—No voy detrás de ti. Ni delante.
Voy contigo.
Caminaron hacia la puerta de embarque.
Pero antes de entregar los documentos, Abril se detuvo de golpe.
Lucas se giró, confundido.
—¿Qué pasa?
Ella se le acercó, tomó su rostro con ambas manos y dijo, sin miedo:
—Gracias por quedarte cuando yo todavía estaba aprendiendo a hacerlo.
Lucas bajó hasta rozar su frente con la de ella.
—Gracias por elegirme cuando no era fácil.
Se besaron.
No fue un beso desesperado. Ni apurado. Ni de película.
Fue un beso tranquilo.
De dos personas que no necesitan correr para sentirse juntas.
El tipo de beso que sucede solo cuando el amor ya no tiene que demostrarse.
Cuando se separaron, Abril respiró profundo.
—Lista —dijo.
Lucas apretó más fuerte su mano.
—Yo también.
Cruzaron la puerta juntos.
Una azafata los recibió sonriendo.
—Felicitaciones —dijo sin saber nada. —Los viajes que se hacen de a dos son los mejores.
Ellos sonrieron.
Porque sabían que no hablaba del avión.
Ya sentados en sus asientos —ventana para Abril, pasillo para Lucas, como siempre— ella apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Qué crees que va a pasar ahora? —preguntó ella.
Lucas miró por la ventana, hacia el cielo que todavía no habían alcanzado.
—No lo sé. Pero lo vamos a descubrir.
Una voz por los parlantes anunció:
—Despegue inminente.