Los domingos por la mañana eran sus días favoritos. Rebeca bajaba hacia el puerto de Cornualles en auto, con su enorme hielera en la parte trasera. Al llegar al puerto, todos los pescadores locales la saludaron.
—¡Pequeña Rebeca! —exclamó uno de ellos.
—¡Facundo! ¿Cómo estuvo esta semana?
—¡De maravilla! ¿Acaso no has visto la luna estos días? El cuarto menguante es la novia de los pescadores. Cuarto creciente sería la esposa —bromeó—. ¿Buscas a tu padre?
—Sí. Si te compro las albacoras a ti y no a él, me borraría del testamento.
—No es como si tuvieras mucho que perder, ¿eh?. Además, tú tienes que pescarlas, no debería cobrarte por eso —Rebeca negó, divertida—. Está en el muelle.
—¡Gracias, Facundo!
Rebeca se acercó al muelle. Vio a su padre a un lado de las columnas de madera, conversando con otros pescadores amenamente. Al verla, sus ojos se iluminaron.
—¡Reb! —su padre agitó sus manos, emocionado. Las arrugas se acentuaron alrededor de sus ojos—. ¡¿Lista para pescar?!
Su padre le había enseñado a lanzar las redes y abrir los pescados desde que tenía cinco años. Cuando él se marchó de la casa e hizo otra familia, pensó que la desplazaría, pero los fines de semana siempre habían sido para ellos. No importaba qué tan enojados estuvieran con el otro o lo rudo que hubiera estado la semana, los domingos les pertenecían.
Interceptar cardúmenes, localizarlos, luchar contra ellos, pescarlos y prepararlos, se había vuelto uno de los mejores escapes de Rebeca.
El sol había caído cuando terminaron. Después de vender todo lo que habían pescado, Rebeca se quedó con los pequeños peces que nadie quería. No por cuestiones de costos, sino de sostenibilidad.
—¿Aún tienes esa idea loca de cambiar el restaurante? —inquirió su padre.
Rebeca, que estaba sentada a su lado, con los pies colgando al final del muelle, asintió.
—Aún no estoy segura de dar el paso. A todos les agradan los platos de mamá. Pero no sé si les lleguen a agradar los míos.
Por más de cuatro años, Rebeca había estado ideando una forma de volver a levantar la pesca artesanal en los puertos de Cornualles, generar más trabajo creando platos innovadores con pesca sostenible. Era una decisión demasiado arriesgada para un restaurante que tenía raíces tan arraigadas y clientes tan acostumbrados a la esencia del mismo.
»Papá, ¿crees que a mamá le hubiera gustado mi idea? ¿Crees..., que merezco ser la encargada de ese faro? —inquirió, mirando hacia el horizonte.
Su padre suspiró.
—Sabes que la principal razón por la que nos separamos tu madre y yo, era porque solo tenía ojos para ese faro —comentó—. Parecía amar la cocina más de lo que me amaba a mí, incluso a ti —el corazón de Rebeca se oprimió—. Me di cuenta de que no era así cuando murió. Los cambios son difíciles, sobre todo para las personas que dan su vida por sentado. Sin embargo, el mundo en sí está en constante cambio. Abriste ese restaurante por Cindy, por las dos Cindy —sonrió—, pero finalmente noto que quieres hacer algo que realmente te apasiona. No te había visto tan entusiasmada con una idea desde que te volviste parte del equipo estatal de natación. Así que no lo sueltes, cariño, lucha por esa idea.
Rebeca sonrió, conmovida—. Gracias, papá.
—Ahora, ¿qué es lo que tienes pensado hacer con los pescados de descarte?
—Charcutería marina.
—Vaya, suena delicioso.
Ambos se quedaron allí hasta que anocheció. Como lo llevaba haciendo desde hace cuatro años, Rebeca le hablo de la visión del proyecto que tenía para el restaurante. Aunque siempre era lo mismo, ella fantaseaba, planificaba y elaboraba menús, pero nunca llegaba a concretarlo. Su padre sabía la razón por la que nunca se atrevía a intentarlo, pero prefería no decirle en voz alta.
La ayudó a llevar la hielera al auto y cerró la parte trasera.
—Fue un gusto pescar contigo hoy, pero extrañé un poco a mi Cindy, ¿dónde está?
—Se quedó en casa. Tuvo una semana ajetreada.
—Pobre pequeña, la tienes inscritas a demasiadas cosas. Natación, ballet…, ¡estás estresando a la pobre!
—Cindy disfruta de todo y tiene mucha energía. Ella puede con ello. ¿De qué te ríes?
—De nada. Es solo que renegabas tanto de tu madre y eres la viva imagen —dijo, soltando un suspiro—. Nos vemos luego, cariño.
—Nos vemos, papá. ¡Salúdame a las chicas, dile que la próxima semana iremos a cenar con ellas!
—¡Está bien!
Lo observó alejarse. Sintió el impulso de salir corriendo tras de él, abrazarlo y contarle todo lo que le estaba ocurriendo mientras se desarmaba en llanto, como lo había hecho en el pasado.
El problema de ser un adulto, era que te volvías consciente de que tus problemas podrían volverse también una carga para tus seres queridos. Prefirió no decirle la verdad.
Al llegar a casa, dejó las llaves en la mesa del recibidor, como le era de costumbre. Observó su bolso, aun con el CD en el interior y decidió ignorarlo. Camino hacia el centro de la sala, pero se detuvo en ese mismo instante.
Alzó la mirada hacia los escalones.
—¿Cindy?
No obtuvo respuesta.
Sus alarmas se dispararon. Corrió hacia el segundo piso tan rápido como pudo, sintiendo el corazón palpitar en su garganta. Abrió la puerta del cuarto de su hija y lo que encontró la dejó helada.
Cindy se quedó paralizada en medio de la ventana, con un pie y parte del torso dentro de la habitación.
—Ma-mamá…
—¿Pero qué…? —la observó de pies a cabeza, incrédula. Su ropa estaba llena de tierra y su cabello estaba enmarañado—. Cindy Catalano, dime dónde te metiste —interrogó con voz grave. Cindy tembló—. AHORA.
No fue sino hasta que Cindy llevo las manos a sus orejas, que Rebeca noto que tenía desactivados sus auriculares.
—Yo-yo… fui a los acantilados, me resbalé y rodé un poco. No quería que lo notaras, lo siento.
—Santo cielo, Cindy —se aproximó a ella y la examinó, preocupada—. ¿Te encuentras bien? ¿Te duele algo? Nos vamos al hospital de inmediato.