—¿Ha ido a su restaurante, chef? —inquirió, Orlando, en un tono distante.
—Soy un apasionado de la comida india. Sería una locura no visitar uno de los restaurantes más destacados del Reino Unido —respondió, con una sonrisa. Se dirigió a Rebeca—. Y aprovecho para decirle que lamento lo de la crítica de C.G.
El resto en la mesa se mostraron más interesados en la conversación.
—¿Cómo? ¿Ese es su restaurante? —inquirió La chef Dubois. A Rebeca no le gustó el tono burlón en su voz.
Empuñó sus manos y asintió. Orlando le dio un sorbo a su vino, indiferente.
Rebeca se había convertido en el centro de atención, pero por la peor de las razones.
Apretó sus dientes.
Lo que menos deseaba, era conversar sobre eso frente a Orlando.
—Nada de lo que dice esa crítica es cierto. Es evidente que C.G. por alguna razón que desconozco, actuó subjetivamente —comentó Lucien. Le sonrió—. Cuando guste, puedo hacer una reseña en su restaurante.
—Se lo agradezco, pero luego no sabría cómo devolverle el favor.
—Vamos, no sería un favor. Cocina delicioso. Ahora que lo pienso, puede agradecérmelo con un plato de tajine de su restaurante. Hecho y servido personalmente por usted —repuso él, amigable.
Rebeca le sonrió.
Lucien era uno de los pocos colegas que consideraba cercano.
—Ahora tengo curiosidad por saber qué tiene de extraordinario el Tagine que prepara la señorita Catalano —comentó Orlando, dejando su copa sobre la mesa. Entrelazó sus manos y la observó, con el ceño fruncido—. ¿Tiene algo en especial?
—Dedicación. Es todo —le respondió ella, cortante.
—Además de que, tal como el jurel que sirvió hoy en el programa, la chef Catalano los pesca personalmente —comentó Lucien.
—¡¿De verdad?! —inquirió Milena—. ¿Cómo puede hacerlo? ¡Me impresionó cómo pudo pescar, arponear y alzar un pescado tan pesado! ¡Yo apenas podía soportar las náuseas!
—Mi padre es pescador —respondió, incómoda por la atención que comenzó a recibir. Era como si hubiera bastado que los más “pesos pesados” se hubieran interesado en ella, para que el resto lo hiciera. Eso no le gustó—. Por eso me resulta fácil.
—No seas modesta —intervino Lucien—. Rebeca fue una atleta de alto rendimiento. De hecho, ganó mundiales e incluso una medalla olímpica. Es evidente que tiene mucha fuerza bruta.
—¡¿Qué?! —exclamó Harvey, ahora más interesado en ella—. ¡Vaya, eso es fantástico!
Rudy, quien se hallaba sentado en una esquina y viendo todo en silencio, miró de reojo a Orlando. Frunció el ceño ante la indiferencia del conde, como si la conversación le aburriera.
¿Por qué actuaba así cuando era evidente que Rebeca parecía ser alguien importante para él?
Tal vez debía intervenir un poco.
—¿Cómo sabe todo eso, chef Lucien? —inquirió Rudy.
—Rebeca y yo trabajamos juntos en la misma cocina. En ese entonces yo estaba abriéndome paso en la alta cocina y Rebeca solo quería ganarse la vida. Me sorprendió volver a verla en el mundo culinario, aunque también tiene talento para ello.
—No lo creo —comentó Orlando, llamando la atención de todos. Rebeca presionó sus labios—. Quiero decir, y espero que no se ofenda, pero no creo que logre algo más extraordinario que una medalla olímpica. Por más talentos que se posean en distintas áreas, siempre habrá uno en donde brille más que el otro.
Rebeca empuñó sus manos debajo de la mesa.
—No le hagas caso. Le encanta provocar a las personas —le murmuró Lucien.
La sonrisa del conde se tensó al ver como Lucien se inclinaba para susurrarle algo al oído.
—¿Está usted casada, chef?
La pregunta repentina de Orlando le heló la sangre. Incluso las voces se amortiguaron al escuchar la pregunta.
—¿Perdón? —inquirió, incrédula.
¿Realmente le había preguntado eso frente a todos?
—Pregunté si usted está casada.
Como si la sola pregunta no fuera ya de por sí escandalosa, Orlando la reafirmó, indiferente.
—Sí —respondió Lucien por ella—. Está casada conmigo, ¿no es así, chef Catalano? —bromeó. Rebeca entornó los ojos y fingió divertirse con el comentario para que la intención de aligerar el ambiente, diera efecto—. Vamos, Gamal, no puedes pretender conquistar a todas las mujeres en la mesa. No seas vanidoso —bromeó, haciéndolas reír.
—Espero que la chef Catalano no se lo tome a mal, pero me intimidaría estar con una mujer que le clava un arpón a un pescado de unos veinte kilos hasta domarlo. Aunque es evidente que le gustan los “peces gordos”, no me arriesgaría a conquistar a una pescadora así —bromeó, relajado. Todos en la mesa rieron—. Pregunté por la sortija que cuelga de su cuello —señaló—. Se ve muy antigua y parece una alianza.
—Es la alianza de las Catalano —respondió ella.
“Aunque eso ya lo sabías”, pensó Rebeca con desdén.
—Oh. Entonces, ¿no está casada? —inquirió con falsa inocencia.
Ella entrecerró sus ojos y sonrió forzosamente.
—Digamos que no tiene nada que temer, chef. Ya le clavé un arpón a un pez mucho más gordo.
Todos se carcajearon, amortiguando la sonrisa descarada de su esposo.
—Tomaré eso como un “sí” —dijo él, jocoso. Le dio el último sorbo a su zumo de naranja y dejó el vaso sobre la mesa, brindándole una sonrisa lobuna—. Una lástima, ¿eh, Lucien?
🍽️🍽️🍽️🍽️🍽️🍽️
Rebeca dio grandes zancadas por el estacionamiento, con la respiración agitada y los dientes apretados.
¡Orlando era un completo imbécil!
Ingresó a su auto y azotó la puerta. Aferró sus manos al volante y respiró profundo. Su teléfono sonó. Desbloqueó la pantalla y leyó el mensaje.
Nos vemos en el acantilado Dover. Donde solías entrenar.
Supo de inmediato quién era.
¡¿Cómo había conseguido su número?!
—¿Quién se cree? —masculló—. No iré a ningún lado.