Receta para conquistar al chef

Capítulo 72: Romery estragón

Durante todo el trayecto de vuelta a casa, conversaron sobre el menú y se repartieron tareas. Rebeca se encargaría de los platos fuertes favoritos de Cindy y Orlando se encargaría de las entradas y el postre.

Decidieron preparar todo en el condado, pues la cocina era mucho más espaciosa. La condesa viuda había asistido a una gala benéfica y Cindy aún se encontraba en casa de su abuelo.

Cocinar juntos; hablando de todo y de nada, recordando los momentos que compartieron y los recuerdos preciados que guardaban en común, dándose cuenta de que eran así de preciados solo porque cada uno estaba en ellos.

—¿Podrías probar este relleno por mí? —inquirió Orlando, despreocupado.

La forma en que Rebeca abrió su boca para saborear lo que había preparado se sintió como un hechizo hecho con la única finalidad de hipnotizar y hacerlo sucumbir.

Ella estaba logrando cada cometido que se proponía. En ese momento, el conde parecía haber entrado en un mundo diferente al que había estado viviendo durante más de una década. Como si estuviera bajo los efectos de un afrodisíaco; su voluntad se había extinguido y solo quedaba aquella sensación primitiva que Rebeca le provocaba y que lo estaba manejando a su antojo.

¿En qué momento habían intercambiado lugares?

No lo sabía ni le interesaba.

Rebeca gimió, extasiada—. Mmm, está delicioso —dijo, relamiendo sus labios. La garganta del conde se secó. Limpió la comisura de los labios de su esposa, embelesado. Ella lo observó, cautelosa—. ¿Quieres probar?

—Me encantaría —respondió sin siquiera pensarlo. Se aproximó a ella, sin dejar de acariciar su boca.

—¡Ya estoy aquí!

Se apartaron al escuchar la voz de Cindy. La pequeña morena observó maravillada todo lo que estaba puesto sobre la mesa. La plataforma de mármol parecía un lienzo, cubierto de intensos colores que también olía deliciosamente. Cindy adoraba el sushi, así que frente a ella había rollos de hasta cinco variedades, puestos hermosamente en bambúes.

Sonrió, radiante.

Era cierto que todos esos días había estado desanimada, pero bastaba con ver a esos dos compartiendo juntos para recuperar el buen humor.

—Llegaste temprano —le acusó su padre. Fue el único que pudo ver la sonrisa maliciosa de su hija.

—¿Quieres que me vaya?

—Por supuesto que no —intervino Rebeca, mirando al conde con reproche—. Hemos preparado esto especialmente para ti. Keppel se ofreció a ayudarme por ser nuestro anfitrión y para redimirse por haber sido un villano consolidado.

—¿“Villano consolidado”? —cuestionó él, ofendido. Cindy apretó sus labios para no reír.

—Mi mamá tiene un punto. Quisiste arruinar nuestro restaurante con tus críticas. Eres un conde-nado —bromeó Cindy, explotando a carcajadas. Al menos la estaban haciendo sentir mejor, pensó Rebeca. Porque ellos, por otro lado, comenzaban a volver a sentir aquel desprecio por el otro.

—Fueron críticas constructivas —comentó Orlando.

—¿Constructivas para tus fines? —replicó su esposa, rencorosa. Le dio la espalda y se fue al otro lado de la cocina—. “El plato estrella resultó ser más un meteoro fugaz que apenas y dejó rastro alguno en el paladar de este comensal…” —citó sus propias palabras.

El conde se encogió de hombros—. No mentía.

—¿Por qué no agarras tu reseña y te la tragas?

—¿Por qué no lo hacen juntos? —intervino Cindy, nerviosa. Su único objetivo era que esos dos se reconciliaran—. El plato, quiero decir. ¿No era el conde el aprendiz de la abuela? Puede que, si lo cocinan juntos, encuentren el sabor que buscan.

Sus padres se miraron entre sí, pocos convencidos, aunque en su interior morían por hacerlo.

—Si dependiera solo de mí, no tendría ningún inconveniente —respondió el conde, despreocupado.

Rebeca se encogió de hombros, indiferente—. Puedo hacerlo. —Cindy sonrió, victoriosa.

—En ese caso, cenaremos este delicioso sushi, le pediré al abuelo que venga por mí y vendremos mañana para probar el plato. Creo que no habrá un mejor juez que él, ¡lo conoce a la perfección!

Rebeca asintió y sonrió de mala gana. Aunque la cena fue amena y divertida, sintió un pequeño vacío cuando su hija decidió pasar la noche en casa de su abuelo y que se hubiera marchado sin poder darle la verdadera cura al corazón a Cindy. El enojo volvió a asentarse en su pecho al haber recordado aquella reseña maliciosa de Orlando. La honestidad con la que respondió que no había fingido aquella opinión, solo lo empeoró.

Ni siquiera salió a despedirse porque no quería ver a su padre. Mientras que Orlando parecía estar más involucrado en su familia que ella misma.

La sensación de ser insuficiente volvió a instalarse.

El conde lo notó (la forma tan ruidosa en la que cortaba las cebollas moradas fue una gran pista), el ambiente en la cocina se había enfriado.

—¿Recordaste que estás enojada conmigo por esa reseña? —Rebeca no respondió, odiando que la conociera tan bien.

Él la miró de reojo, atento a la forma en la que marinaba los langostinos. Se suponía que debía estar conforme con su lejanía.

Pero no lo estaba.

»Así que este es el sello personal que le pusiste al plato de tu familia. —Rebeca se tensó al sentir su aliento contra su cuello. Mantuvo la compostura y marinó con más ímpetu, dispuesta a devolver cualquier palabra filosa que saliera de su lengua—. Tiene sentido el cambio distintivo de sabor.

Giró sobre sus talones y lo enfrentó.

—Aún falta el romero y el estragón. Me dijiste que tenías en tu huerta —dijo, muy cerca de él.

—Así es.

—Lo escogeré personalmente —aseveró, pasando por su costado.

El aroma achocolatado de su cabello impregnó las fosas nasales de su esposo, despertando sus instintos. Tuvo que tomarse un minuto para calmar su impulsividad, pero a medida que los segundos pasaban, la distancia que su esposa marcaba entre ellos se volvía cada vez más insoportable.




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