Nunca imaginó que los mundiales de natación serían igual que las competencias ordinarias en cuanto asistencia se refería. Todo el lugar estaba atestado de personas.
—Con permiso… Con permiso… —masculló, abriéndose paso entre las personas. Aunque había llegado una hora antes y había comprado su entrada, parecía imposible llegar.
Cuando finalmente lo hizo, sacó su cámara de grabación antes de tomar asiento.
Sería la primera vez que vería a Rebeca después de tantos años.
Después de aquel encuentro con el que seguía soñando en las noches.
Su corazón se disparó al verla ingresar a la piscina. Una enorme sonrisa se formó en su rostro. Incluso olvidó grabar.
Estaba aún más hermosa que antes.
La morena se subió al podio número cuatro y se puso en posición, en espera de la señal. En cuanto fueron avisadas, ella se lanzó como un torpedo, atravesando limpiamente el agua y nadando como una bestia acuática. La forma en la que sus movimientos eran rápidos y feroces, pero al mismo tiempo se veían tan ligeros y fáciles por su rápido desplazamiento, resultó increíble para él.
Comenzó a grabar, fascinado. Había perdido la cuenta de las veces que asistió a una de sus competencias, pero esa en particular se sintió diferente.
¿Quizá era porque tenía años sin verla?
¿Podría deberse a que la noche que pasaron juntos entre los riscos seguía grabada en cada trozo de su piel?
¿O quizá era porque sus labios ardían, ansiosos de volver a tocar los suyos?
—Vaya… Eres increíble, Rebeca. Naciste para esto… —se carcajeó. La vio salir del agua, con una enorme sonrisa, segura de que aquel primer lugar era suyo. Él no pudo respirar al verla, con las gotas perladas cayendo por todo su cuerpo, su sonrisa arrebatadora y su cabello húmedo comenzado a rizarse, rebelde. Sonrió, embriagado.
Cuando la vio subir al podio del primer lugar, dejó de sonreír al ver un deje de tristeza en sus ojos.
“No… No te sientas triste, cariño”.
El deseo imperioso de ir corriendo para abrazarla se instaló en su pecho. Sintió miedo por aquella repentina sensación que comenzó a surgir en su interior: la disposición feroz de comerse el mundo de ser necesario solo por ella.
Rebeca sonrió. El deje de tristeza fue sustituido por un brillo genuino de felicidad por la victoria. Los ojos del conde brillaron con los de ella.
—Eres maravillosa. Por todos los cielos. ¿Qué voy a hacer ahora? —inquirió divertido. Miró su imagen en la pantalla de la cámara—. Creo que quiero pasar el resto de mi vida contigo…
Ella sonrió en la lejanía, ignorante de la certeza que se había instalado en el corazón del conde.
Repentinamente, lo miró. Él se tensó al verla acercarse. Por alguna razón, sintió que algo no encajaba, como si aquella sensación del acercamiento no concordara con la que había en su memoria.
Ella le sonrió con dulzura—. Hagámoslo.
Él la miró, aturdido—. ¿Qué?
—Pasemos el resto de nuestra vida juntos. —Tendió su mano—. Quédate conmigo, por favor.
Orlando agachó la mirada para ver la palma de su esposa.
—Pero…, voy a morir.
Ella no dijo nada, simplemente movió sus dedos, dando a entender que estaba impaciente.
El conde sintió que ya había vivido aquel momento, pero que ahora era consciente de su inminente muerte.
¿Era posible que hubiera regresado al pasado para remediarlo?
La miró a los ojos. Su calidez lo arropó. Le sonrió, lloroso.
¿Era capaz de rechazar su mano para que ella no tuviera que lidiar con la carga de su muerte?
Ella podría vivir feliz. Encontrar a alguien que la amara y tener una familia feliz.
“Cindy…”
Sujetó su mano sin pensarlo. Alzó la mirada. Los refulgentes de alegría de su esposa lo recibieron, llenos de añoranza. Su sonrisa radiante envolvió su cuerpo. Se sintió cálido a tal punto de descongelar su arrepentimiento.
Si tuviera una oportunidad, lo haría mejor. Observó sus manos entrelazadas y tragó grueso. No pudo contener las lágrimas y la observó, desolado.
—No sueltes mi mano, Rebeca. —Ella le sonrió en respuesta y él afianzó el agarre—. Esta vez, no permitiré que lo hagas.
La imagen de su esposa se fue difuminando, como un sueño vivido que parecía jalarlo con fuerza hacia la realidad.
Entreabrió sus ojos, sintiendo de inmediato una punzada aguda atravesar su cabeza.
¿Dónde estaba?
¿Y su esposa?
¿Por qué no estaba en la cama, durmiendo con él?
Su mente se había hallado en un estado de inconsciencia por muchos días, como si se hubiera fragmentado para protegerse así misma y ahora comenzaba a unir sus piezas lentamente.
Las luces le parecían muy intensas y los sonidos eran como ecos disonantes aturdiendo sus oídos.
Fue como tener una recarga de energía que sobreestimuló todos sus sentidos. Había pasado mucho tiempo sintiéndose débil y apenas podía asimilar que no tenía ni una sola dolencia más que la de su cabeza trabajando a toda marcha para juntar las piezas.
Observó su mano entrelazada con la de alguien más. Al ver de quién se trataba, todas las piezas encajaron de golpe.
—Rebeca.
Ella alzó la mirada, somnolienta. Durante tres días, muchas veces había imaginado la voz de Orlando llamándola, así que se había acostumbrado a su propia añoranza. El médico le había dicho que los pacientes que se inducían a un coma por insuficiencia hepática, solían despertar en el mismo tiempo en el que duró la inducción del coma. Sin embargo, Orlando había permanecido en coma inducido por tres días y estaba a punto de cumplirse el cuarto día.
Al levantar el rostro y verlo despierto, su corazón se disparó.
—¡Orlando! —exclamó, llorosa. Su suegra, quien se hallaba sentada en el mueble, perdida en sí misma, se levantó de inmediato.