El Legado Ardiente.
La luz del amanecer se filtraba entre los árboles, tiñendo de oro el campo de batalla. El suelo aún estaba manchado de sangre, hojas rotas y cuerpos inertes de lobos caídos en combate. Algunos eran enemigos… otros, hermanos. La victoria tenía un sabor agridulce.
Aylin estaba de pie, en el centro del claro donde había derrotado al Alfa oscuro. La brisa fresca movía su cabello largo y negro, y sus ojos —aún levemente carmesí— estaban perdidos en el horizonte. No era solo la resaca de la batalla. Era algo más profundo: la conciencia de lo que había liberado.
—Lo hiciste —dijo Ethan, caminando hacia ella—. Lo que nadie había hecho en siglos.
Ella bajó la mirada, sin responder. Su corazón latía fuerte, pero no por miedo. Era como si algo dentro de ella hubiera cambiado… otra vez.
—No fue solo una victoria, Ethan —susurró—. Fue un despertar. Pude sentir a los antiguos… sus recuerdos, su poder. No estaban dormidos. Solo estaban esperando a alguien que pudiera soportarlo.
Él la miró en silencio. Sabía que lo que Aylin había liberado no era solo una habilidad. Era una herencia. Un legado olvidado por miedo. Por siglos de silencio. Ahora, ese fuego ancestral corría por sus venas, y cada día se hacía más fuerte.
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Horas más tarde, la manada se reunió en la colina ceremonial. Era una tradición antigua: después de una guerra, los sobrevivientes se encontraban para honrar a los caídos y renovar sus votos con la manada.
Ethan, como Alfa, debía hablar primero. Pero esta vez, miró a Aylin… y se hizo a un lado.
Ella caminó al frente, vestida con una túnica gris manchada aún por la tierra del combate. Se detuvo ante todos. Sus ojos recorrieron los rostros de los guerreros, de los jóvenes, de los ancianos. Todos la observaban con devoción y asombro.
—Hoy… no solo enterramos a los nuestros —comenzó, con voz firme—. También enterramos el miedo. El miedo a lo que somos. A lo que podemos llegar a ser.
Un murmullo de aprobación recorrió la colina.
—Durante siglos, el linaje carmesí fue ocultado, perseguido, incluso destruido. Se nos enseñó que éramos peligrosos. Que éramos una maldición. Pero yo estoy aquí… viva. Consciente. Libre. No como amenaza, sino como prueba de que podemos controlar ese fuego. Que podemos renacer.
La tierra pareció vibrar ligeramente con sus palabras. Una brisa roja surcó el aire, como una confirmación silenciosa del vínculo que ella compartía con algo más grande.
—No me proclamo Alfa por poder —dijo, alzando la voz—. Sino por elección. Si ustedes creen que soy digna… entonces no caminaré sola. Caminaré con ustedes. Como una igual. Como una protectora. Como una de ustedes.
Un guerrero se arrodilló. Luego otro. Y otro. En cuestión de segundos, toda la manada estaba postrada ante ella. Incluso Ethan.
Los ojos de Aylin brillaron. No por poder. Sino por emoción. Por pertenecer, finalmente. Por ser aceptada.
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Esa noche, en la cima de la colina, Ethan y Aylin se sentaron juntos en silencio. Las estrellas llenaban el cielo, y el canto de los grillos marcaba el paso de las horas.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó Ethan, entrelazando sus dedos con los de ella.
—Ahora empieza lo difícil —respondió Aylin—. Reconstruir. Prepararnos. Hay otros allá afuera que sentirán este despertar. Algunos vendrán con miedo. Otros con codicia.
—¿Y tú? —susurró él—. ¿Tienes miedo?
Ella lo miró, sonriendo con suavidad.
—Ya no. Porque estoy donde debo estar. Y porque esta vez… no estoy sola.
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Lejos, en lo profundo de una tierra desconocida, una figura encapuchada observaba un antiguo mapa con símbolos de sangre. Sus ojos oscuros brillaron con malicia.
—Ella ha despertado.
La guerra aún no había term
inado.
Solo acababa de comenzar.
Y Aylin… estaba lista.