El Santuario Olvidado.
La travesía hacia el norte no fue sencilla. Los bosques se volvieron más espesos, la niebla más densa y el frío más implacable a medida que Aylin y su pequeña comitiva avanzaban. A su lado, iba Caleb, firme a pesar de los años, guiándola con un mapa antiguo y la convicción de un sabio que sabía que el tiempo se agotaba. Detrás de ellos, dos guerreros de confianza los acompañaban, en silencio, atentos a cualquier amenaza.
Tras días de marcha, llegaron al Valle Gris, un lugar donde el sol apenas penetraba la niebla perpetua. Allí, en una cabaña cubierta de musgo y raíces, vivía la hermana de Caleb.
—Prepárate —le advirtió el anciano—. A veces no reconoce ni su propio nombre… pero cuando lo hace, sus palabras pueden cambiar el curso de una vida.
Entraron en la cabaña. Un calor denso y sofocante los envolvió. En una esquina, sentada junto a un fuego que no ardía con leña sino con piedras brillantes, una mujer encorvada murmuraba cosas en una lengua olvidada.
—Siria… —susurró Caleb, con una mezcla de cariño y dolor—. Soy yo, hermana.
La mujer giró el rostro. Sus ojos, completamente blancos, se abrieron y brillaron con una luz espectral. Por un momento pareció que no reconocía a nadie… hasta que su mirada se posó en Aylin.
—La portadora del fuego carmesí… —murmuró—. Al fin… al fin ha llegado.
Aylin sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Siria se levantó lentamente, como si sus huesos no se movieran por costumbre, sino por voluntad ajena. Se acercó a Aylin y le tomó las manos entre las suyas.
—¿Estás dispuesta a ver lo que los demás no quisieron? ¿A escuchar las verdades que los dioses escondieron bajo siglos de sangre?
Aylin tragó saliva, pero no apartó la mirada.
—Sí.
Siria sonrió. Fue una sonrisa triste… y poderosa.
—Entonces ven. El Santuario te espera.
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El viaje final hasta el Santuario duró una jornada más. Siria los guió con pasos temblorosos pero firmes, atravesando túneles bajo la montaña, cruces de piedra, símbolos tallados en lenguas muertas. Finalmente, se detuvieron ante una gran puerta de roca cubierta de enredaderas rojas.
—Nadie ha cruzado esta entrada desde que el linaje fue condenado —dijo Siria, apoyando la mano sobre la piedra—. Pero tú… tú puedes abrirla.
Aylin avanzó. Su marca ardió con fuerza. Extendió la mano y tocó la puerta.
El impacto fue inmediato.
Una oleada de energía salió disparada desde el centro del símbolo y envolvió todo el lugar. La roca tembló. Las enredaderas se marchitaron al instante. Un crujido profundo llenó el aire mientras la puerta se abría con lentitud, revelando un pasadizo descendente iluminado por cristales que brillaban como estrellas atrapadas.
Aylin bajó los escalones de piedra, con el corazón latiendo al ritmo de algo que no era suyo… pero tampoco ajeno.
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El Santuario era una bóveda natural, un templo subterráneo cubierto de raíces doradas y muros con grabados de lobos con ojos de fuego. En el centro, un espejo de obsidiana flotaba suspendido sobre un altar de hueso blanco.
—Aquí fue donde nació el primer Alfa Carmesí —dijo Siria detrás de ella—. Aquí fue donde se tomó la decisión de borrar su existencia… por miedo. Por poder.
Aylin se acercó al espejo. Su reflejo no mostraba su cuerpo… sino su alma. Vio las batallas pasadas, los traumas que no había dicho en voz alta, las veces que dudó de sí misma… y las veces que eligió luchar.
—Tu linaje no es una maldición —dijo Siria, con voz temblorosa—. Es una promesa. Ustedes son los equilibradores del mundo sobrenatural. Ni solo humanos, ni solo bestias. Son la mezcla perfecta. Y por eso… les temen.
Aylin se giró, con los ojos encendidos.
—Entonces ya no me esconderé. Seré lo que soy. No por poder… sino por elección.
Siria sonrió, y una lágrima rodó por su mejilla.
—Entonces el Santuario ha sido restaurado.
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Cuando Aylin salió de la montaña, el viento ya no era tan frío. El cielo estaba despejado, y el bosque respiraba con ella.
El mundo ya no era el mismo.
Y ella tampoco.