Dicen que la vida en el campo es tranquila, pacífica, saludable. Yo digo que la vida en el campo es un entrenamiento gratuito para perder la cordura. Vivir en San Gimignano, es, según mi padre, una oportunidad de conectar con la naturaleza y perder todas las energías malignas que generamos en la ciudad, desgraciadamente aprendió su filosofía de vida en una banda hippie a la que perteneció en su adolescencia. Nos encontramos apartados del mundo urbano, en un pueblo donde la mayor atracción turística son unas torres medievales que a los locales ya ni nos sorprenden y donde el único escándalo del día a día son las cabras de la señora Carmela.
Mi día empieza a las cinco de la mañana porque mis padres creen firmemente que el sol sale solo si yo me levanto antes, vaya fastidio al que no me acostumbro. Doy varias vueltas en la cama haciéndome la desentendida, pues hoy es uno de esos días en los que tengo que hacer, prácticamente, de todo. El gallo parece entender mis intenciones y canta lo más alto que sus cuerdas vocales le permiten, yo lo maldigo en tres idiomas y finalmente me levanto a cambiarme.
El rocío molesta en la planta de mis pies cuando salgo a cepillar mis dientes. La vista desde aquí es lo único que logra quitarme el aire, las inmensas montañas rodean los bosques creando surcos entre ella y casi podrían tocar los cielos, esto es sin dudas lo único que amo de aquí, la tranquilidad de la vista y la serenidad de…
—¡No!, Cornelia —Retrocedo, pero ya me embistió la pierna la cabra de la vecina—Te juro que si no fuera ilegal, serías chuletas para la cena.
Escupo el enjuague de dientes y me adentro al comedor molesta. Mi madre ya tiene café en la mesa y mi padre está hablando de que la tierra “Hay que sentirla con las manos”, ruedo los ojos y me coloco los dedos debajo, siento que tengo ojeras como para alquilárselas de cueva a los murciélagos.
—Buenos días, dormilona —dice mamá mientras corta algunas frutas.
—Dormilona sería si durmiera mamá. Lo mío ya es insomnio con trabajo forzado —respondo mientras agarro una taza de café y mojo el pan masticándolo con ojos cerrados.
Papá me besa la coronilla y le da un sorbo a mi café, lo miro con mala cara y sigo masticando lo mío.
—Ese mal humor me recuerda a mi difunta suegra, siempre me lanzaba jarros de agua cuando le cantaba serenatas a tu madre junto a los muchachos— mamá le pone mala cara y lo apunta con el cuchillo— de alguna manera se aseguró de cumplir su “Te perseguiré hasta la tumba” heredándote ese carácter.
—No es gracioso papá, tengo sueño y hay que ordeñar a las vacas, además, ayer llovió y hay que recoger todo el…
—Una cosa a la vez, no te agobies mi golosina— me da otro beso y se come unos trozos de guayaba.
—Sí, como digas.
Me aseguro de no perder el tiempo discutiendo con un pacifista y me dedico a ponerme la ropa de trabajo luego de ayudar a mamá con los platos. El overol ya me va quedando pequeño y las botas se me quedaron hace una semana, suelto el aire intentando aplicar la técnica milenaria de Andrew Ricci para canalizar los problemas. Saco rápidamente el celular para tomarme una selfi y enviársela a Nick con un mensaje “Estas botas son como reliquias, deberían enterrarse”, espero una respuesta, pero tarde me doy cuenta de que no está en línea, como cosa rara. Curvo los labios y me dirijo al establo.
Empieza la rutina: ordeñar vacas, alimentar gallinas, recoger huevos, cargar sacos que me romperán la espalda. A veces me pregunto si de verdad nací para esto o si alguien en el hospital cambió a la futura heredera de un viñedo por mí. Pero claro, cuando intento rebelarme, mi padre me dice:
—Siena, la vida en el campo te da valores.
Y yo pienso: Sí, valores… como lumbalgia, gastritis y tendinitis.
Acaricio el lomo de las vacas y les cuento mis problemas como si fueran señoras aburridas ávidas de chisme. Parezco demente pero no tengo con quien hablar, Nick está desconectado y mi única amiga a estas horas, se encuentra disfrutando las mieles del séptimo sueño, ya que anoche viró tarde de una fiesta que organizaron para los jóvenes cerca de la ciudad. Fiesta a la que mis padres me negaron el permiso.
Siempre son así, o por lo menos desde el accidente en el que perdí la memoria. La verdad es que mi relación con mis padres es buena. Los quiero, ellos me quieren, nos gritamos en las mañanas, pero al final terminamos comiendo juntos en la mesa larga de madera, con una buena lasaña y vino casero. Lo normal en una familia italiana… salvo por el pequeño detalle de que ellos esconden secretos como si fueran ardillas guardando nueces.
Yo no lo digo mucho en voz alta, pero sé que hubo un “antes”. Antes del pueblo, antes de esta rutina con olor a estiércol, antes de ser la Siena que soy ahora. Porque sé que ese accidente automovilístico le dio un giro de 180 grados a mi vida. Sí, de esos dramáticos. Un coche, una curva, un golpe, luces, hospital. Y después… nada. Un enorme agujero negro en mi cabeza.
Me desperté sin saber quién era realmente, sin recordar caras, sin sentir ese apego que se supone que uno siente por los recuerdos de infancia. Y mis padres, con toda la serenidad del mundo, me dijeron:
—No te preocupes, lo importante es que estás viva.
Traducción: “Olvida lo que pasó, vamos a fingir que siempre fuimos granjeros felices en San Gimignano”.
¿Y yo qué podía hacer? Pues nada. Acepté el paquete completo: vida rural, animales, pueblo chismoso y cero respuestas sobre mi pasado, y el humor negro, claro , he aprendido a reírme de mis propias desgracias. Me gusta decir que el accidente me convirtió en una versión “beta” de mí misma: Siena 2.0. Mis padres todavía me tratan como si fuera frágil, como si en cualquier momento me fuera a romper otra vez, porque para ellos soy como un recién nacido sin recuerdos que poco a poco aprende a caminar, eso, o algo de mi vida pasada no debo saber.
A veces escucho a mamá en la cocina leyendo libros matemáticos en voz alta mientras hace cálculos y resuelve ecuaciones y papá le canta los problemas para animarla a seguir estudiando. Mamá solía ser profesora en una universidad de la que desconozco el nombre y papá llevaba un estudio musical junto a un señor de cara larga que si mal no recuerdo se llama Vinicio. Cuando ocurrió el accidente nos mudamos para acá, a veces es raro observar las fotos de mi yo del pasado, tenía el pelo rubio natural corto sobre los hombros y hoy lo llevo achocolatado por los senos.