Troto junto a Abby por la embocadura del río que está cerca de su casa y cada zancada me recuerda que mis pulmones no nacieron para la vida atlética. El camino serpentea entre rocas húmedas y raíces gruesas que atentan contra nuestras vidas con cada pisada. El aire está cargado de humedad y de ese olor a madera mojada que te llena la nariz simulando el petricor de la lluvia, a esa clase de aire que te pone los pulmones en modo “limpieza intensiva”. Los árboles hacen una cúpula sobre nuestras cabezas y la luz se filtra a manchas, como si alguien hubiera puesto un colador gigante entre el sol y nosotros, creando formas extrañas en el suelo.
Abby está con su habitual ropa deportiva y me sacó a rastras de mi hogar para un plan divertido en el cual visitábamos la cascada y nos dábamos un buen chapuzón para aliviar el calor y charlar un rato. Lo único raro, su ropa para nada acorde con el plan, así que aquí estoy, sudando la gota gorda por seguir a mi fiel compañera y su famoso, “El fin justifica los medios”.
—No tengo muy claro eso del bono —dice Abby de pronto, rompiendo la cadencia del trote—. Esta semana hablé con una de esas agencias y confirmé lo que pensaba: esas excursiones son carísimas. En serio, prohibitivas.
Yo apenas puedo responderle porque estoy ocupada tratando de no tropezar con una raíz del tamaño de un brazo humano. Pero cuando consigo recuperar el aire, suelto:
—Tal vez lo hacen por el bien del turismo local.
Abby no es de esas que se escandalizan por la factura de la luz; es de las que rebusca entre condiciones, sitios de críticas y comentarios en foros de viajeros hasta que encuentra la trampa o la bendición. Ella ha vivido lo suficiente en hostales raros y aeropuertos nocturnos como para saber que “gratis” tiene comillas gigantes alrededor.
—No entiendes, Siena. Estas excursiones incluyen transporte, comidas, guías certificados, seguros, permisos… y todo eso cuesta un dineral. Si lo vendes como paquete, el precio sube todavía más porque hay que pagar márgenes de la agencia. Que te lo den gratis es sospechoso.
La palabra “sospechoso” se me queda flotando. Claro, viniendo de Abby no es sorpresa: si existiera una carrera universitaria en “desconfianza aplicada”, ella se habría graduado con honores. Nos detenemos en un recodo donde el río hace espuma contra unas piedras y aprovecho para estirarme. Abby sigue hablando con el entusiasmo de una profesora frustrada:
—Mira, transporte: pongamos que son autobuses desde la ciudad, mínimo doscientos euros al día por bus. Añádele guías: ochenta o cien euros diarios, más alojamiento si se incluye, más comidas, más seguros de viaje. Y no olvides las tasas municipales, que últimamente las cobran hasta para respirar aire puro.
—Ajá… —respondo, con cara de alumna aplicada.
—Ahora súmale el margen de la agencia, que nunca baja de un quince por ciento. Entonces, ¿cómo se sostiene que de pronto aparezca un “bono gratis”? Imposible, a menos que alguien financie eso desde detrás—hace una pausa y baja la mirada— Sé que te insistí para aceptar, pero la emoción del momento no me dejó pensar con claridad hasta hace dos días.
Hago un esfuerzo por no perderme en la explicación y su mirada arrepentida. Aunque Abby parece una enciclopedia andante, entiendo lo que dice. Sacudo la mano quitándole peso a sus últimas palabras y formulo la siguiente pregunta.
—¿Quieres decir que lo del bono es falso? — pregunto consternada pues no me cabe la idea que alguien sea capaz de falsificar algo así.
— No exactamente, pero algo raro pasa, un bono “gratis” para un paquete que normalmente cuesta 300 o 400 euros, no es algo que se ve todos los días.
Retomamos el paso tras unos segundos sin decirnos nada, el sendero se abre en una explanada y la luz da de lleno en mi cara, seguimos avanzando hasta llegar al puente de madera pequeño que cruza un arroyo secundario y el tablón cruje con cada paso. El recuerdo de ella comprando la excursión me taladra la sien.
— Pues hace una semana lo compraste sin ver el precio siquiera. Tus padres van a echarte por el inodoro— lo digo a modo de joda, aunque realmente me preocupa.
—A mí me hacen descuento porque soy VIP en algunos sitios, no soy estúpida. Lo leí antes de comprar.
—Sigo sin concebir que Nick sea un depravado que inventa excursiones para matar a sus víctimas—Abby se ríe de mi comentario.
—He mirado la web de la agencia y sí ofrecen pases gratis, pero esos van destinados a prensa, bloggers con más de X seguidores o a artistas que “colaboran” con el evento. No es común que den un bono a un desconocido, a menos que alguien con peso social lo gestione.
—¿Peso social? — le quito el termo de la mano y me empino el agua.
—Exacto —dice—. O influencers, artistas invitados, o personas que suman reputación al evento. ¿Te imaginas a una agencia regalando paquetes a desconocidos sin más? No se sostendría. Es marketing, Siena. Todo gratis tiene un precio oculto en forma de visibilidad.
—Nick trabaja de aparcacoches, Abby, en un estadio donde realizan conciertos, no es nadie con opciones de visibilidad en redes, o por lo menos eso es lo que me ha comentado.
—A veces pienso que la malicia que hay en tu interior puede cogerse con pinzas, cariño, hazme caso, me cae bien Nick, no es un viejo verde por lo que he leído en tus chats, pero no sé, no termino de conectar las cosas.