Reino de Monstruos (libro 1)

CAPÍTULO 1: PAPELEO

Las tejas frías se me clavan con delicadeza en el cuerpo, mientras que la brisa me despeina con su aliento. Miro al horizonte, viendo como el sol empieza a aparecer entre los picos de las montañas Lamiya tiñendo el cielo de colores vivos. Me encanta hacer esto; subir al tejado de la base militar y tomarme mi té mañanero mirando la obra de arte diaria de La Madre.

En cuanto el sol sale entero, apuro el contenido de la taza entre mis manos y me deslizo por entre las tejas hasta llegar a la pequeña escotilla que lleva al interior del edificio de dormitorios. Mi habitación es la del ático, lo que la hace, además de privada, práctica para alguien con mis aficiones matutinas. La escotilla se abre hacia mi habitación directamente.

Me deslizo por la abertura y bajo por la pequeña escalera de madera. Peino un poco los mechones negro azabache que se me han soltado de la enrevesada trenza y salgo hacia las escaleras. Me paro un momento a revisar la cama para comprobar que, efectivamente, Rhen ya no está allí.

A las ocho empieza el movimiento real en Rinnuneth, la base. Somos soldados, a las siete nos despertamos, nos preparamos, y a las ocho empieza el juego: entrenamientos, cambio de guardias, nuevos informes que leer, estrategias que planear, soldados que organizar… En fin, el pan de cada día. Aunque claro, yo tengo que hacer más cosas. Para eso estoy destinada aquí, al fin y al cabo. Me asignaron como segunda al mando en Rinnuneth, cargo que, pese que aprecio, no deseo. Bien, sí lo deseo, pero a la vez no. Yo estaba muy bien con mi sección. Mi sección son mis chicos, mis soldados, mis amigos, y ser su teniente al mando era genial. Ahora, mientras yo estoy asignada aquí, es mi mejor amigo Riken quien está al mando de mi sección.

Una buena decisión, ciertamente; es el mejor soldado de entre el grupo, y al haberse criado mucho tiempo conmigo y mi familia, sabe de ejército. En mi familia todos son soldados, oficiales. Un orgullo, ciertamente.

Saludo a uno de los jinetes de la base cuando pasa por mi lado, y él me sonríe con un gesto de respeto el cual yo devuelvo. Sigo bajando hasta llegar a la planta baja, que me lleva a la plaza central. Ya hay soldados merodeando por ella, pero ninguno practicando con los maniquíes de arena. Me voy hasta ellos y, cogiendo una espada ligera, de las de jinete, empiezo a golpear el maniquí. No doy ninguna estocada; no me apetece recoger luego la arena. Eso es cosa de los que tienen que practicar. Yo solo estoy matando el tiempo.

Las campanadas resuenan por la base de pronto, marcando las ocho. Solo las damos tres veces al día: ahora, a las dos del mediodía, y a las doce de la noche. Es así en todas las bases, por norma.

En cuanto terminan de sonar, veo como los soldados vienen hasta donde estoy yo, algunos peinándose de mala manera el pelo con la mano.

–Buenos días, teniente –saluda un hombre joven, de mi edad, mientras coge una de las espadas. Los demás dicen lo mismo que él y cogen una espada cada uno. De los que vienen a entrenar, claro. Los conozco a todos, ya.

–Buenos días, chicos. –Me apoyo la espada en el hombro cubierto por el traje de cuero de los jinetes, un tanto diferente al de los soldados –. A ver…, hoy quiero ver qué tal vais con las espadas en un combate real.

–¿Contra usted?

–Más quisieras, Haegal. Contra… –Miro a todos los soldados, los que apenas acaban de salir de Rashmak, la escuela militar, y aún están aprendiendo cositas –. Tú mismo, Tamy.

–Sí, teniente.

Sujeto mi metal contra el suelo de la plaza, de azulejos de piedra oscura y clara. Los otros soldados se apartan y se colocan en círculo, dejando una especie de zona de combate. Yo alargo la mano hacia uno de los estantes de armas y cojo dos cascos, les silbo a los chicos y se los lanzo para que se los pongan. No pelean con espadas de madera, sino de metal. Y afilado. Así que, que se rebanen el cuello de un buen golpe, no es el plan ideal.

–Preparaos –les ordeno, y ellos se ponen a la defensiva –. ¡Ya!

Tamy es bueno, ataca con fuerza, pero no sabe esquivar. Haegal es todo lo contrario, pero es rápido y al final termina asestando golpes mortales.

Empiezan a andar en círculos, las espadas en alto. Tamy ataca primero, pero el otro soldado lo esquiva con agilidad. Las normas de las practicas –las que yo impongo, al menos– son que no pueden dar golpes que no sean con la espada. No se valen los puños, las patadas, los empujones…, solo hierros.

El primer soldado gruñe cuando Haegal le asesta un golpe en el abdomen con la empuñadura de la espada y, con esa rapidez que lo caracteriza, deja el filo de la hoja contra la piel de su garganta.

–¡Vale! Haegal gana. Tamy, a la próxima vigila los pies del adversario. Muchas veces te avanzan cuál será su próximo movimiento.

–Sí, teniente. –Tan serio, mi chico, siempre con esas formalidades.

–Siguientes: Faëlra y Ya…

–Teniente Galeyra –me interrumpe una voz a mis espaldas. Me callo y giro la mitad del cuerpo, sujetando aún la espada delante de mí contra el suelo.

–¿Sí?

–El capitán Mandras pide que te presentes en la sala de juntas. Ha dicho que te diga, citado textualmente, que “necesita tu cerebro de vieja cascada en la reunión”.

Oigo las risitas de los soldados a mi alrededor, y yo dibujo una sonrisa. Asiento con la cabeza y, dejando la espada y yendo hacia el soldado que ha venido a informar, le digo:

–Avisa a Nolra de que venga ella a entrenarlos.

–Sí, teniente.

Me voy hacia los arcos de la galería de alrededor de la plaza, que llevan a las entradas a los pasillos subterráneos, a los edificios y a las salas. No son muy grandes, las bases, y todas son iguales, pero son bonitas y tienen de todo.

Me cuelo por uno de los grandes arcos de paso y subo dos pisos hasta llegar a la puerta de hierro de la sala de juntas. Es una sala rectangular, grande, donde hay una gran mesa en medio. Quien dice mesa, dice madera tallada en forma de mapa. Es lo que usamos para poder hablar de ataques, diseñarlos, determinar posiciones, etc.




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