La manifestación llevaba ya todo el día. Las dos columnas enfrentadas habían intercambiado cánticos amenazadores, abucheos y hasta insultos, separadas sólo por una enclenque línea de policías que se llevaban en silencio, la mayoría de los golpes y forcejeos que atizaban cada tanto las voces de protesta.
Al atardecer, mientras el Sol caía en picada sobre el horizonte portuario, un niño de nombre Mew ya cansado de todo aquel alboroto, se desprendió de la mano de su madre que ahora increpaba a los rostros que la miraban desde la columna opositora y se sentó unos pasos más allá, sobre un destartalado banco de madera. Abrió su mochila y rescató del fondo unos pedazos de pan rancio que habían quedado del almuerzo. El pan estaba tan duro y tan seco que con el primer bocado se atragantó y empezó a toser compulsivamente.
Otro niño, llamado Gulf, quizás de la misma edad que él, se desprendió de la mano de su madre, quien ahora abucheaba con desdén a la madre del primero, y se acercó con algo de timidez. Extendió su bracito desnudo, ofreciéndole los sorbos de agua que le quedaban en su botellita de plástico. Cuando la tos hubo cesado el niño devolvió la botella vacía y compartió las migajas del pan rancio que le quedaban en el fondo de la mochila.
Y mientras las dos columnas se fundían ahora en una sola y violenta nube oscura de golpes e insultos, los dos niños, Mew y Gulf, sentados juntos, abrazados para mitigar el frío, miraban absortos cómo el agua del río se teñía con rojos y oros en un crepúsculo tan hermoso, que parecía digno de un cuento o de un libro.