Relatos para caminar a tu lado.

El amador de la palabra "Profesor". 

Parte I: El Pizarrón del Polvo

Se llamaba El Pueblo de los Cipreses, pero Mario lo rebautizó, en secreto, como El Pueblo de la Tiza.

Recién salido del bachillerato, cuando todos sus amigos hablaban de cupos universitarios y becas inalcanzables, a Mario le llegó la oferta: dar clases en la escuela rural, a sesenta kilómetros de su casa. Sin título, sin paga. Ad honorem.

“¿Y qué vas a comer, mi niño?”, le preguntó su abuela.

Mario, que había pasado sus años de juventud cargando camillas en la Cruz Roja, estaba acostumbrado a trabajar con el corazón y no con el bolsillo.

“Comeré fe, abuela. Y conocimiento”, bromeó, sintiendo en el pecho el calor de la oportunidad.

En El Pueblo de la Tiza, la escuela olía a madera antigua y a tierra húmeda. Sus alumnos, hijos de campesinos y comerciantes, le miraban con una mezcla de curiosidad y respeto. Mario no era un maestro en el sentido estricto, sino un narrador de mundos. Les hablaba de la historia de El Salvador no con fechas, sino con cuentos de héroes y lencas. Les enseñaba matemáticas dibujando triángulos perfectos en la pizarra gastada, el polvo blanco cayendo como nieve efímera.

Esa era la felicidad. La felicidad era la costumbre de ir todos los días a esa institución y sentir que cada palabra suya era un pequeño motor para el futuro de alguien. Era su título invisible.

Pero la felicidad no llenaba el estómago.

El pacto era irse los lunes en bus de madrugada y volver los viernes en la tarde. El pasaje, la comida frugal que compraba a una señora cerca de la plaza, el jabón para lavar la única camisa... eran gastos que su madre y su abuela, pobres también, ya no podían sostener. En casa, ellas podían darle un plato de frijoles aunque él no ganara nada; en El Pueblo de la Tiza, estaba solo frente a sus cuentas vacías.

Un jueves, mirando la grieta del pizarrón, Mario sintió una punzada. Era su vocación llamándolo a quedarse, pero era su responsabilidad familiar la que le gritaba que se fuera.

El viernes, dio su última clase. A la salida, una niña le entregó un dibujo de un ciprés. “Para que no se olvide de su escuela, profesor”, le dijo con la seriedad de un adulto.

Mario sintió el peso de esa palabra: Profesor. Le dolía dejar el nombre en el polvo.

Parte II: El Valle de las Hamacas

Mario llegó a San Salvador, la capital bulliciosa, el Valle de las Hamacas que le recordaba constantemente lo inestable de su vida. Necesitaba un trabajo, y lo encontró en un pequeño colegio privado.

“No tiene el título, muchacho”, sentenció el director con un aire de pesar, “pero la experiencia es oro. Le pagaré lo que pueda. Es poco, pero es algo.”

El sueldo era miserable, pero, como había dicho, era algo. Era suficiente para él solo. El problema era que Mario no estaba solo. Tenía una madre y una abuela que dependían del envío de esa pequeña remesa, de esos billetes arrugados que significaban tranquilidad.

Así que Mario se convirtió en un hombre de dos vidas:

El Profesor diurno: En el colegio, donde daba la vida por sus alumnos y sentía que el título era solo un papel.

El Vendedor nocturno: En las tardes, donde se sentaba a escribir folletos y pequeños ensayos sobre historia y gramática.

Un día, con la tinta fresca, visitó varios centros educativos ofreciendo sus textos. En una de las porterías, una maestra lo reconoció.

“¡Ah, usted es el profesor de los escritos!”

El adjetivo se había adherido a él, no por una universidad, sino por el acto de compartir su saber. Él, sin un título, era profesor gracias a sus alumnos y a sus lectores.

Mario sonrió, pero una punzada más fuerte que la del ciprés le apretó el pecho. Él amaba esa palabra, pero sabía que solo sería verdad completa cuando pudiera decir:

“Sí, soy Profesor. Tengo el título que me da un sueldo justo, tengo la costumbre de ir todos los días a mi aula, y mi madre no tiene que preocuparse por la cena.”

Y así, Mario, el profesor de tiza, el profesor sin sueldo, el profesor de los escritos, siguió trabajando en su segunda vida, persiguiendo el único título que de verdad le permitiría ser, por completo, el hombre que ya era en el alma.

Parte III: El Título del Silencio

Mario recibió el diploma de Gran Maestre en Poesía en un acto solemne, rodeado de aplausos que no sabían su hambre. El reconocimiento era público, sí, pero no estatal. No le daba acceso a una plaza docente, ni a un salario justo, ni a la seguridad de decir “soy profesor” sin que le corrigieran: “usted es poeta”.

El diploma tenía letras doradas, pero no tenía peso en el Ministerio. Era como un espejo que reflejaba su alma, pero no abría puertas.

Durante años, Mario vivió en esa grieta: celebrado por su palabra, ignorado por su vocación. Los periódicos lo llamaban “el maestro de la metáfora”, pero en la escuela pública le decían “no cumple los requisitos”.

Así que Mario siguió enseñando en las sombras: en bibliotecas, en cafés, en ferias de libros donde los niños se sentaban en el suelo para escucharlo hablar de historia como si fuera un poema. Su aula era el mundo, pero su salario era el silencio.

Cada vez que alguien lo llamaba “profesor”, él sonreía con gratitud, pero también con dolor. Porque sabía que el título que le habían dado era el de Gran Maestre, no el de Profesor. Era un título para el alma, no para el estómago.

Y sin embargo, nunca dejó de enseñar. Porque Mario entendió que hay títulos que no se imprimen, que no se pagan, que no se reconocen oficialmente. Son títulos que se escriben en la memoria de los otros.




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