Un vacío enorme se apoderó de Valentina. De su hija lo entendía: ella dependía de otros; era una niña pequeña aún. Le dolió no ver a su esposo ahí; había soñado tanto con el día en que el huésped no querido se marchara, añoraba salir del hospital con él de la mano rumbo a una nueva vida.
Cerró los ojos y dejó correr las lágrimas más pesadas que había liberado en mucho tiempo, aunque esa sensación de soledad ya la había visitado antes.
Entonces un recuerdo llegó golpeándola con crueldad.
—¿A dónde vas? —me preguntó Carlos, con el ceño aún fruncido. Desde que le revelé el diagnóstico estaba distante, frío.
Lo miré a los ojos.
—Te dije que hoy era mi primera quimioterapia.
—Ah… no voy a poder acompañarte —dijo sin mirarme—. No me dieron permiso en el trabajo. Tengo que trabajar.
—¡Sí! —estallé, golpeando la peinadora—. ¡Lo sé! —cerré los ojos y tragué la saliva más amarga de mi vida. Respiré hondo. —Cuida de Lenna, porque es seguro que me quede un día en el hospital.
—Claro —respondió simplemente, y se marchó.
La voz de su amiga la sacó de sus recuerdos.
—Amiga —dijo Regina, apretando sus manos—, sabes que Lenna ha estado mal en la escuela…
Valentina asintió. Tenía razón. La niña estaba a punto de perder el año escolar; todo lo que ocurría en casa le había afectado también en lo académico. Los maestros, comprensivos, le habían dado otra oportunidad.
—Sí, lo sé, pero creí que... —soltó un suspiro. —A Carlos, como siempre no le dieron permiso en el trabajo —se adelantó.
—Sí. Eso me dijo. Pero ánimo, salgamos de aquí. Hay que volver a casa.
—Tienes razón —respondió—. Pero antes quisiera ir a un lugar —dijo un poco avergonzada. Ya eran demasiados favores que le debía a su amiga.
—Claro. ¿A dónde te llevo?
Cuando Valentina iba a hablar, un grupo de enfermeras y personal administrativo con quienes había hecho amistad se le acercó para despedirse y desearle bendiciones.
Al despedirse de todos, sus ojos se detuvieron en una mujer mayor, vestida elegantemente, que le sonreía al final de un pasillo.
—Doña Catalina —pronunció sintiendo una enorme alegría al verla ahí, precisamente ese día.
Rápidamente, ante el desconcierto de Regina, corrió hasta la mujer y, sin decirse nada, se abrazaron.
—Doña Cata. Logré, logré —mencionó entre sollozos. La mujer no la soltaba.
—Te dije que lo lograrías. Y tu esposo, ¿dónde está? Quiero conocerlo —habló. Con vergüenza, Valentina agachó la mirada. —Tampoco vino hoy —dijo la mujer con el ceño fruncido y, con cuidado, le levantó el mentón.
—Ahora mi segunda batalla es recuperar mi matrimonio.
—Hazlo, pero no pretendas encender llamaradas en rescoldos —siseó doña Catalina.
—Pues ahora me siento con ganas y con fuerzas para hacer una fogata en esos rescoldos —contestó entusiasta.
—Me alegro mucho por ti. Eres poderosa y, si pudiste con este gran enemigo silencioso, puedes con todo. Recuérdalo.
—Así es.
Se volvieron a abrazar. La señora, sin que Valentina se lo pidiera, le dio la bendición.
—Mi niña valiente, ten —le entregó una tarjeta de presentación—. Cuando necesites algo, llámame que estaré gustosa de ayudarte. Cuídate y felicidades.
—Gracias, señora Cata —expresó entusiasta.
En silencio y con el corazón atiborrado de recuerdos abandonó el hospital.
—¿A dónde quiere mi amiga que la lleve?
—Quiero ir a una iglesia. Una que está en el centro histórico.
—¿A una iglesia? —se extrañó Regina sin quitar la mirada del camino.
—Sí, tengo que ir a agradecerle a Dios por esta segunda oportunidad —respondió, llena de esperanza.
Regina elevó las cejas y no dijo nada; encendió el GPS que las llevó al centro de la ciudad.
Llegaron a la iglesia San Francisco. El clima las acompañaba: el cielo estaba despejado y el sol radiante les quemaba la cara. A Valentina el corazón le dio un salto y el temblor en las piernas la atacó. Respiró profundo cuando estaba en la entrada principal.
—Ve y no tardes.
—¿No vas a entrar conmigo?
—No, Vale. Ve tú —le respondió Regina.
Valentina, con cierto temor, ingresó; caminó lentamente, con una mezcla de emociones en el pecho. Encontró a cuatro personas sumidas en sus propias oraciones y rezos. Ella avanzó arrastrando los pasos hacia el altar mayor. Había oído que en dicha iglesia estaban los patronos de la ciudad: la Virgen de Legarda y Jesús del Gran Poder.
Los santos le daban la bienvenida y ella, con la mirada fija especialmente en el Jesús del Gran Poder, ocupó la primera banca del lado izquierdo.
Ella no era una mujer tan devota como las que van a misa cada domingo; incluso había renegado de la divinidad.
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Editado: 25.09.2025