Renacer para vivir

4. Feo reflejo

Después de aquel cruce de palabras, Carlos se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. La había lastimado. Corrió tras ella, y Lenna también lo siguió.

—Mi amor, abre la puerta… vamos a hablar —rogaba Carlos con la voz rota. Los labios le temblaban, las manos también. Golpeaba la puerta una y otra vez, buscando que ella lo dejara entrar. Pero Valentina no abrió.

Entonces la niña intervino.

—Ya no te quiero. Hiciste llorar a mi mamá —lo enfrentó con la mirada cargada de enojo. Aquella mirada le dolió a Carlos.

—Mi amor, no digas eso…

—Ella no es fea. Feo, eres tú, porque la haces llorar más —dijo, mostrando los dientes.

El pecho de Carlos ardió. Siguió golpeando la puerta, impotente, sin tener respuesta.

Mientras tanto, Valentina estaba frente al espejo de su peinadora. Miraba su reflejo: la mujer que había quedado, lo que el huésped no invitado había dejado en ella. Las lágrimas corrían sin detenerse. Se preguntaba si así sería su vida de ahora en adelante.

Ese mismo espejo había sido testigo de todo su proceso. Cerró los ojos, y la memoria la arrastró de vuelta a aquel día cuando todo inició.

—Tengo que darme prisa —me repetía—. Las camisas de Carlos ya casi están secas y debo plancharlas para que vaya al trabajo bien presentado. Porque, de lo contrario, no quedará mal él, sino yo. Y de mí podrán decir lo que quieran, menos que soy carishina.

Me metí bajo el chorro de agua caliente, cerré los ojos y, como de costumbre, me puse a cantar esa canción de moda que no me sacaba de la cabeza. En esos ratos me sentía ligera, feliz. Los frascos de shampoo y acondicionador eran mi público fiel, siempre aplaudiendo mi belleza.

Pasé el jabón una, dos, tres veces por mi cuerpo. Lo deslicé por el cuello, hasta que mis manos bajaron a mis senos. Primero el derecho. Luego el izquierdo. Fue entonces cuando lo sentí. Una dureza mínima, como una piedrita oculta bajo la piel. El jabón se me resbaló de los dedos. Me quedé inmóvil. El agua corría, pero yo había dejado de sentirla.

—Me estoy volviendo loca —murmuré. No podía creer que aquella bolita fuera algo malo. —Seguro es grasa… nada de qué preocuparse. Eso debe ser.

Pero la seguí palpando. La apreté con tres dedos. El miedo me invadió. No sabía en qué momento había aparecido. Terminé el baño sin el mismo ánimo; algo dentro de mí había cambiado.

Salí envuelta en una toalla y me paré frente al espejo. Me descubrí el pecho. Lo primero fue revisar si había algún cambio visible: si la piel estaba distinta, si el tamaño era desigual. Pero no. Nada. Se veían normales. Entonces volví a palpar la mama derecha. Con la yema de los dedos, haciendo círculos, presioné desde la piel hasta las costillas. Revisé la axila. Nada. Pasé al otro lado. Y ahí estaba. Cerré los ojos. El miedo se apoderó de mí. —No pasa nada —me dije frente al espejo, obligándome a repetirlo como un mantra.

La voz llorosa de su hija la hizo reaccionar.

—Mami, abre la puerta, mamita…

Valentina respiró hondo, se pasó las dos manos por la cara y volvió a mirarse en el espejo. Negó con rabia lo que veía. Se sintió fea. Hacía meses había dejado de pensar en eso, su única prioridad era ganarle la batalla al huésped. Pero justo en ese instante las palabras de su esposo la atravesaban, y por eso dolían tanto.

—Ya voy, mi amor —respondió al fin, y abrió la puerta.

La niña corrió hacia ella y se aferró a sus piernas, suplicándole que dejara de llorar. Valentina sintió un nudo en el corazón.

—Ya no estoy llorando, mi amor —mintió con la voz rota, intentando recomponerse. Se secó el rostro, irguió la espalda y forzó una sonrisa. Pero su hija no se dejó engañar: los ojos rojos y llorosos la delataban.

—Vale… mi amor, lo siento. De verdad. No quería lastimarte —dijo Carlos, compungido.

Valentina lo miró con una mezcla de dolor y resentimiento. Los labios le temblaban.

—Mi amor —dijo a su hija—, ve a tu cuarto. Voy a hablar con papá.

—¿No van a pelear?

—No mi cielo —le aseguró su mamá.

Cuando se quedaron solos, Carlos intentó acercarse, pero Valentina lo esquivó y le dio la espalda.

—Vale… fui un tonto, lo sé. Pero debes entenderme. Esto no ha sido fácil…

—¿Y crees que para mí lo ha sido? —se dio vuelta y lo enfrentó. Se miraron como dos extraños.

—Lo sé, pero…

—¡Pero nada! —su voz se quebró—. Es muy egoísta lo que estás diciendo, y cómo actúas conmigo. No lo merezco. Deberías estar agradecido con Dios por esta nueva oportunidad de vida que le da a tu esposa. Pero no. Solo te preocupa el dinero.

—Yo soy el cabeza de hogar, el proveedor. No quiero que a ti ni a nuestra hija les falte nada. Por eso me preocupo.

—Lo entiendo —respiró profundo y se quitó el pañuelo que cubría su cabeza—. Antes de venir le prometí a Dios que iba a luchar por nuestro matrimonio. Pero también sé que cuando una causa ya no va, no hay nada que hacer. Así que respóndeme con sinceridad: ¿quieres seguir conmigo?




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