Valentina se dio cuenta de que su marido estaba prestando atención a la conversación y temía que Regina se sintiera cohibida al no poder hablar en total confianza; al fin y al cabo, era su amiga. Entonces le propuso que fueran a la terraza, así no serían interrumpidas.
—Claro, yo hago el desayuno, no tarden —expresó Carlos.
Las amigas subieron al quinto piso. Con la ciudad de fondo, Valentina le pidió una disculpa por no dejarla hablar dentro de la casa.
—No te preocupes, entiendo que así de chismosos son los hombres.
—Bueno, en realidad Carlos no es… o era así.
—¿Estás segura? Porque bien, me di cuenta de que quería saber más. No debimos salir, debimos dejar que nos escuche; total, Marco no es su amigo —sonrió como quien acaba de conseguir algo deseado.
—En fin, mejor cuéntame qué pasó.
—Es que… —se dio vuelta y miró hacia el horizonte. Hizo una pausa, como si en vez de contar lo sucedido estuviera preparando un gran discurso.
—Regina, sabes que puedes confiar en mí. Te considero mi hermana. Cuéntame lo que sea, no te voy a juzgar.
—Eso lo sé, Vale —se lanzó a ella y le dio un abrazo—. Marco y yo ayer estuvimos juntos, fue increíble, no sabes lo apasionado que es ese hombre —viró los ojos reviviendo el momento que relataba—. Me dijo que ama cada parte de mi cuerpo, mi cabello… —revelaba emocionada—. Fue genial.
Valentina tragó grueso y, aunque no quiso, su rostro se deformó.
—Qué bueno que hayas disfrutado, de eso se trata, ¿no? —dijo.
Regina esbozó una mueca y chocó una palma de su mano contra su frente.
—Ay, qué tonta. Perdóname, perdóname —le agarró las manos—. Me acabas de contar que tú y Carlos no pudieron y yo aquí diciéndote estas cosas. Lo siento, amiga. De verdad, no fue mi intención hacerte sentir mal.
—Regina, tranquila, tu situación no es igual que la mía. Y de verdad me alegro de que estés viviendo estas experiencias. Aunque lo ideal sería que formalicen.
La amiga sonrió de lado.
—Sí, pero mejor no te sigo contando porque ya me sentí mal —habló haciendo pucheros.
—Ya te dije, por mí no te preocupes.
—No, mejor vamos a la casa.
Bajaron e ingresaron. Encontraron la mesa puesta.
—Qué rico. No te conocía esos dotes, Carlos —dijo Regina retirando una silla.
—¿Cómo que no conocías, tía? Si cuando mi mami no estaba, mi papi cocinaba para las dos —intervino Lenna, logrando que el silencio se colara en cada espacio de la casa.
Regina bajó la mirada y Carlos se puso tenso, como si lo hubieran sorprendido en una mentira.
Los involucrados se miraron. Carlos buscó los ojos de su esposa, que con una sola mirada pedía una explicación.
—Pues en realidad yo nunca cociné, mi amor, solo calenté comida que compré.
—Entonces, ¿por qué usabas las ollas? Cuando se compra comida, se calienta en el microondas —insistía Lenna con inocencia.
—Pues porque era menestra y me gusta más la comida calentada en la cocina; en el micro se enfría pronto, ¿verdad, mi amor? —miró a su esposa.
—Es cierto —le dio la razón Valentina—. La comida calentada en el microondas se enfría rápido.
—Prueba el omelet, Lenna, y dime si sabe bien —intervino Regina, muy amorosa, restando importancia a lo que decían sus amigos.
—Está delicioso, tía. Felicitaciones al chef —dijo la niña, elevando un pulgar.
Valentina guardó silencio. Observaba disimuladamente a su amiga y a su esposo. Carlos no dejaba de mimarla: le ofrecía comida en la boca y le repetía lo mucho que la amaba. Valentina sentía ternura, pero también algo extraño, una incomodidad que no sabía nombrar.
—Tía, ese peinado te queda bonito, me encanta el color de tu cabello. Te ves bien. ¿Verdad, mami?
—Sí, mi amor —contestó Valentina, forzando una sonrisa.
Desde ese momento Valentina ya se sentía extraña. Lo ocurrido la noche anterior con su esposo, más la confesión de su amiga, la dejaron inquieta. Con disimulo veía a Regina; su mirada se detuvo en su pecho, en su cabello, y entonces, mientras ellos hablaban de comida, recordó momentos dolorosos que aún no pasaban, porque la cicatriz en su cuerpo estaba cerrada, pero en su mente seguía fresca.
Me despierto con un poco más de fuerzas, aunque la quimioterapia sigue dejando estragos. Hoy quiero darme una ducha larga. El agua me calma y, por unos minutos, me devuelve la ilusión de ser la de antes. Me seco despacio, hidrato mi piel, me pongo ropa cómoda. Decido que hoy recogeré a Lenna del colegio.
Tomo el cepillo. Lo paso con suavidad… y entonces ocurre: un mechón grande queda atrapado entre las cerdas. Me quedo helada. Los ojos se me nublan, los labios tiemblan. Saco el mechón como si al hacerlo pudiera negar lo evidente. Pero duele. Duele ver mi cabello morir en mis manos.
El timbre suena y voy a abrir la puerta. Es Regina y que bueno que vino en este momento la necesito.
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Editado: 16.10.2025