Renacer para vivir

8. Como dos extraños.

Tragándose el llanto y tratando de fingir que no era tan grave lo que sucedía, fueron a casa. Le preparó algo ligero a Lenna y ella apenas si pudo probar bocado.

Se sentía como en el limbo. Tenía una opresión en el pecho, le faltaba el aire y hasta se tragaba el llanto y aun así se puso a hacer tareas con Lenna.

—Mi amor, termina pronto —dijo con la voz rota.

—Sí, mami, solo me falta una resta y ya —respondió Lenna, forzando una sonrisa.

El silencio ocupó el comedor mientras la niña terminaba su tarea. Valentina miraba sin ver, perdida, pero la mente no dejaba de trabajar.

—Mami... —susurró Lenna.

—Dime, muñeca.

—Estoy segura de que papi ya tiene otro trabajo. Por eso tenemos dinero. No te preocupes —le tomó la mano—. Mi papi es el mejor.

Valentina asintió con ternura.

—Sí, mi amor. Eso debe ser. Date prisa, cielo.

—Ya solo pongo mi nombre. No te olvides de firmar la tarea.

—Tienes razón. La maestra no te la recibe sin firma.

Valentina empezó a buscar un esfero, y no lo encontró, luego recordó que tenía uno guardado en la habitación matrimonial. De la mano, sintiéndose cómplices, caminaron juntas hacia allá.

La madre revolvía los cajones sin éxito cuando Lenna encontró una pequeña tarjeta de presentación.

—Catalina Fernán... dez Salva... dor —leyó despacio sin despegar la vista de la cartulina—. ¿Quién es esta señora, mami?

Valentina la miró y se sentó con delicadeza en el filo de la cama. Tomó la tarjeta y volvió a leer aquellas letras. Una sonrisa suave se dibujó en su rostro: recordó a aquella mujer que, sin conocerla a fondo, se había ganado su cariño y gratitud.

—Ella es una señora que me ayudó mucho cuando estaba enferma.

—¿Qué te hizo?

—Me acompañaba. Se quedaba esperándome afuera de la sala de tratamiento y, a veces, entraba conmigo y me sostenía la mano. Conversábamos horas. Hacía que el tiempo pasara rápido.

—Como una amiga. O mejor, como una abuelita, porque en esta foto ya se ve viejita.

—Lenna... —Valentina arqueó una ceja, y la niña sonrió—. Digamos que Catalina podría ser como mi madre... y tu abuelita. Le hablé mucho de ti, ¿sabes? Me dijo que le encantaría conocerte algún día.

—¿La quieres mucho?

—Sí.

—¿Y tiene hijos?

—Sí, uno.

—Entonces ya debe ser viejito como ella, ¿verdad?

—No, mi amor. Es un poco mayor que yo, pero no es viejito. Es doctor de niños.

—¿Y tú lo conociste?

—No. Él vive en el extranjero.

—¿Y dejó a su mamá solita?

—Según lo que doña Catalina me contó, él hizo su vida allá. Asumo que familia, eso nunca le pregunté. Quizá a su esposa no le guste vivir aquí.

Lenna frunció los labios.

—Pobrecita la viejita... Cuando tú seas viejita yo nunca te voy a dejar sola, mami.

Valentina la abrazó fuerte y besó su coronilla.

—Y yo nunca, nunca te dejaré sola a ti. Pase lo que pase, siempre estaremos juntas.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo. Guardemos esta tarjeta... tal vez algún día la necesitemos.

Encontraron el esfero, Valentina firmó las tareas y, como todavía quedaba media hora antes de las cinco, Lenna pidió permiso para ir a jugar con los vecinos. Valentina accedió, no quería que la niña escuchara la conversación que planeaba tener con su padre.

El reloj marcó las cinco en punto y Carlos aún no llegaba. Valentina, esperaba sentada en la sala, pensaba sin descanso en la situación. Se levantaba, caminaba, volvía a mirar por la ventana... La espera se hacía eterna.

Cuando el reloj dio las seis, por fin entró Carlos, muy sonriente, relajado. Contento.

—Hola, ya llegué —saludó—. ¿Dónde está mi princesa, que no viene a abrazar a papá?

Valentina lo observó en silencio. Se incorporó lentamente y, al cruzarse sus miradas, él comprendió que algo estaba mal.

—¿Qué sucede? ¿Por qué me miras así? —preguntó desconcertado. Ella se plantó frente a él, con los brazos cruzados, y la mirada fija.

—Soy yo la que pregunta, Carlos. ¿Qué está pasando?

—Ahí vamos de nuevo... ¿Qué quieres, Valentina? —dijo, rodando los ojos y dándole la espalda.

—No te pongas a la defensiva. Necesito explicaciones. Esta historia no me está gustando nada —perdió la paciencia y elevó la voz.

—Habla. Te escucho —exclamó, girando con brusquedad.

Valentina respiró profundo, tragó saliva y lo miró a los ojos.

—Hoy, después de recoger a Lenna del colegio, fui a tu trabajo...

Carlos se quedó tieso. Sus ojos se abrieron como platos: sabía que estaba descubierto.




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