Renacer para vivir

10. Soledad.

Valentina no se movió de su posición, así como el llanto no se le fue. Se sentía fracasada, y las preguntas acusadoras le llegaron.

¿Estaba haciendo bien? ¿O estaba exagerando? No se entendía ni comprendía por qué se sentía alterada, con rabia, con ganas de gritar hasta que se le desgarrara la garganta. Desde aquel día en que supo que estaba enferma, su vida había cambiado para siempre.

—Señor, ¿será que te estoy fallando? Te hice una promesa, pero mi ego, mi orgullo no me dejan actuar de otra manera. Perdón. Pero siento que esto va más allá. Desconozco a mi esposo, él no era así, no lo era. Todo me demuestra que se ha abierto un abismo entre los dos, desde el desinterés al abandono, hasta las mentiras —murmuró, y un recuerdo llegó para hablarle.

Me acuesto en la cama completamente preocupada por la bolita que me encontré en el seno. Carlos se pega a mi cuerpo y empieza a darme besos. Sé lo que quiere, pero en estos momentos no me siento bien, ni con ganas de tener intimidad.

—No, Carlos, hoy no.

—¿Por qué? —pregunta, alejándose de mi lado. Se pone muy molesto.

—No tengo ganas, no me siento bien.

—¿Qué te pasa? —pregunta con fastidio y sin verme a la cara, mientras agarra el control remoto y empieza a cambiar de canales.

—Me encontré una bolita en el seno izquierdo...

—¿Y? Solo por eso se te fueron las ganas de cumplirme. De seguro estás exagerando como siempre. Debe ser alguna bola de grasa, nada de qué preocuparse, y ya estás haciendo una tormenta en un vaso de agua.

Me lo quedo mirando. Ojalá yo tuviera esa serenidad para tomar las cosas así como él.

—Tengo miedo.

—¿De qué? —me alza la voz y me mira achicando los ojos.

—De que sea cáncer —bajo la voz; me da terror mencionar esa palabra. Es como si decirla en voz alta hiciera que se me pegara.

—¿Ves lo que te digo? Exageras, te predispones. Mejor duérmete —empieza a acomodarse en su parte del colchón, luego apaga la luz de su lado—. Además, en tu familia nadie ha tenido cáncer y mucho menos se ha muerto por eso. Ahora a toda bola le atribuyen cáncer. Pareces loca llamando a la mala suerte.

Yo me quedo casi a oscuras, con una angustia que me carcome por dentro. Quizá tenga razón, y solo sea una bolita de grasa o algún ganglio inflamado. No necesariamente tiene que ser cáncer. Intento convencerme.

Han pasado varios días desde que descubrí aquella bola en mi seno. Le conté a mi mejor amiga y me acompañó a hacerme los exámenes. El tiempo que ha pasado esperando los resultados ha sido el peor que he tenido hasta aquí. Le pedí a Carlos que me acompañara, pero no pudo, ni Regina tampoco, así que iré sola. Espero no tardar.

Me quedo mirando la nada. Ese recuerdo me duele como si acabara de vivirlo. Respiro hondo, intento volver al presente, pero el pasado sigue ahí, agarrado a mi pecho como una espina que no sale y que lastima.

Llego a casa completamente deshecha. Son más de las nueve de la noche. Al salir del hospital estuve deambulando por un parque, entré a una iglesia y luego llegué a casa. Lo único que quiero es un abrazo y el consuelo de Carlos, nada más.

—¿Por qué carajos llegas a estas horas, Valentina? Te estuve llamando, me pusiste a buscarte por toda la ciudad. Estuvo aquí Regina, que también estaba preocupada por ti. ¿Dónde te metiste?

Lo miro a los ojos, camino hacia él y, una vez en su pecho, me desarmo en llanto.

—Solo abrázame —le pido. No quiero nada más.

—Mi amor, ¿qué te pasa?

Todo mi cuerpo tiembla, hasta los labios. Me cuesta seguir articulando las palabras.

—Fui a que el doctor me diera los resultados de la biopsia que me hicieron y... —se me corta la voz, me falta el aire.

—¿Qué te dijo? Es una bola de grasa, como te lo dije.

Lo miro a los ojos y muevo la cabeza negativamente sin dejar de llorar.

—Es un tumor maligno, y me lo van a empezar a tratar lo más pronto posible —revelo, buscando consuelo, palabras de aliento, que no suelte mi mano, que me diga algo que me ayude a sobrellevar este dolor que me está matando por dentro.

—¿Tienes cáncer? ¿Te vas a morir? —se aparta de mí como si lo que tengo se pegara con solo el contacto físico. Entonces compruebo y hasta justifico su reacción; no sabemos nada de esta enfermedad.

—Nunca estuviste para mí durante todo el proceso —habló tratando de olvidar esos recuerdos dolorosos que seguían frescos—. Pensé que no me dolía, que con hacerme la desentendida pasaba, pero no. Y encima mientes diciendo que dejas el trabajo para cuidar de mí. ¿Por qué, Carlos, por qué? —se preguntaba. Se tomó unos minutos más para dejar de llorar, calmarse, bajar la tensión e ir a buscar a su hija.

Mientras ellas hablaban, Carlos caminaba por el centro de la ciudad pensando en lo sucedido.




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