Renacer para vivir

16. Bajo la misma tormenta.

Después de escuchar su voz y mirarlo a los ojos, Valentina asintió, consintiendo que revisara a su hija.

—Tiene el pulso débil. Necesita atención inmediata —ordenó él, mirando al guardia.

Segundos después apareció una enfermera, y con la ayuda de una auxiliar se llevaron a la niña. Valentina fue detrás de ellas.

Respondió algunas preguntas, pero su angustia era tal que olvidó ciertos datos personales.

Le pidieron que se calmara, y solo entonces logró recordar.

—Señora, la niña está con la presión baja, seguramente por la lluvia y el frío. Sin embargo, tiene una herida grande en la pierna y debemos cerrarla. No contamos con los implementos para la sutura así que tendrá que comprarlos. Esta es la receta.

—Gracias —contestó con un hilo de voz. Con las manos temblorosas, tomó el papel y lo miró. —¿Le puedo pedir un favor? —preguntó, más tranquila.

—Dígame.

—¿Podría prestarme su celular? El mío no tiene batería —dijo con tono cargado de tristeza.

—Claro —respondió la joven.

Valentina salió al pasillo y marcó el número. Al principio no tuvo respuesta, hasta que al fin Carlos contestó.

—Carlos, Carlos —repitió. Conocía esa voz a la perfección, pero se negó a creer lo que su intuición le gritaba, sin embargo, se lo dijo—. ¿Estás durmiendo? —preguntó con sospecha.

—¿Qué? No... ¿Qué te pasa?, ¿por qué dices eso? Estoy en el trabajo.

—Es que... por un momento pensé... No importa. Tienes que venir al hospital. Lenna está aquí y hay que comprar una receta para que la atiendan —confesó, nerviosa y afligida.

—¿Qué?, ¿cómo? —estalló—. ¿Qué le pasó? ¿Por qué no me avisaste antes? —chilló, autoritario.

—No seas... La maestra y la directora intentaron comunicarse contigo, pero no contestaste. Incluso ahora mismo te estuve llamando y nada.

—¿Dónde está? ¿En el San Vicente de Paul?

—¿Dónde más? —replicó Valentina.

—Voy para allá —respondió.

Valentina volvió a la sala de urgencias donde estaba su hija. Le dolió verla quejarse del dolor. Agradeció a la enfermera y le devolvió el celular.

Se acercó a Lenna, la consoló mientras le acariciaba la frente. Por momentos lloraban juntas. La espera de Carlos se hizo eterna. La niña sufría, aquel acto cometido le salió caro, tuvo que sentir el dolor en carne propia.

—Me duele, mami... me quema —decía entre llantos, moviéndose sin parar.

—Tranquila, mi amor. Pronto te van a cerrar la herida y te darán algo para el dolor —la consolaba su madre.

Cuando Carlos llegó, Valentina le entregó la receta sin darle explicaciones. Le pidió que fuera pronto, pues la niña no aguantaba más. El angustiado padre salió de inmediato.

—Señora, necesitamos la receta. La niña está sufriendo... —comentó la enfermera.

—No se preocupe, ya viene mi esposo trayendo todo.

—Avíseme, por favor —pidió la mujer, y Valentina, asintió.

Carlos regresó agitado con el pedido.

—¿Por qué tardaste tanto? —le reclamó.

—No encontré todo aquí; tuve que ir a otro lado. Pero... ¿Qué pasó? Estás con la ropa mojada. —Se quitó la chompa y se la entregó—. Póntela.

Ella se quitó la blusa mojada y se puso la chompa sin pensarlo.

—Sabes qué, ve tú a la sala de urgencias. Yo tengo que hacer algo —dijo, mirando alrededor.

—¿No me vas a decir qué pasó?

—Después. Ve con la receta —señaló el pasillo.

Cuando Carlos desapareció, Valentina fue hasta la sala de espera. Buscó con la mirada al extraño que había ayudado a su hija, pero no lo encontró. Se sintió avergonzada; quería agradecerle y disculparse por su actitud.

Como no lo vio, se acercó al guardia.

—Disculpe...

—Dígame, señora.

—¿Dónde puedo localizar al doctor que atendió a mi hija? No lo veo. ¿En qué consultorio está?

—No, señora, ese señor ya se fue. Dudo que lo encuentre.

—¿No sabe en qué horario lo puedo ver? Quisiera hablar con él.

—Lo que pasa, señora, es que ese doctor no trabaja aquí. Solo estaba acompañando a su madre.

—¿Qué? —se sorprendió—. ¿Cómo?

—Sí, estaban aquí como cualquier otro paciente.

—Oh... gracias —susurró, contrariada.

Le inquietaba que aquel hombre pensara que era una malagradecida. «Qué pena», pensó. Pero mientras ella se lamentaba, Sebastián y su madre ya regresaban a la capital, sin haber logrado el cometido por el cual habían viajado.

—Debes tranquilizarte. Te lo advertí —decía Sebastián—. Fue una mala idea, y lo peor es que vinimos para nada.

—Sí, es una pena. Quise darle una sorpresa a Valentina. No sé por qué no me contesta el celular. ¿Le habrá pasado algo?




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