
Ver a aquella mujer de la que desconocía su identidad, pero que su rostro lo había visto en alguna parte le afectó, tanto como si hubiera sido la misma Regina. Salió del lugar, con las manos en la boca y con profundo pesar.
No reconocía al hombre con el que llevaba doce años de vida. Ya no confiaba en él.
El doctor se despidió cuando la dejó en el piso donde estaba internado su esposo. Valentina no entró enseguida; no quería, no le nacía. Se quedó en la sala de espera.
Cansada de estar sentada, caminó hacia el ventanal y se quedó mirando hacia afuera. Respiró hondo, intentando apartar de su mente el rostro de aquella mujer, pero no pudo. Esa imagen la perseguía incluso al cerrar los ojos.
El cielo clareaba en tonos grises, como si arrastrara el cansancio de toda la noche. Eran las seis de la mañana cuando Valentina se frotó los ojos, los tenía pesados. Sentía un enorme peso sobre los hombros. Una enfermera se acercó para decirle que su esposo había despertado.
Sin prisa, sin hacer preguntas, la siguió hasta la habitación. Carlos estaba despierto, rodeado de dos doctores que le hacían preguntas, y él respondía con lucidez.
—¿Recuerda el nombre de la mujer que lo acompañaba? —preguntó uno de los médicos.
—Sí, es la señora Andrea González.
—Andrea González —repitió el doctor—. ¿Sabe dónde localizar a sus familiares?
Carlos respondió sin titubear.
Valentina grabó ese nombre. Trató de recordar si lo había escuchado antes, pero no. Su rostro le resultaba conocido, aunque no podía ubicarlo.
Después de explicarle que debía quedarse unos días más, los doctores se retiraron y los dejaron solos.
—Mi amor —dijo Carlos con voz débil—, casi no la cuento.
—¿Quién es esa mujer? ¿Por qué estabas con ella, en su auto? ¿A dónde iban? —preguntó Valentina, conteniendo la rabia.
—Vale, casi me muero y lo primero que me preguntas es eso —dijo con dolor—. Estás pensando mal, ¿verdad?
Ella lo miró fijo, con una mirada acusadora.
—¿Era tu amante?
—¿Qué dices? ¡Claro que no! —respondió molesto. Un silencio tenso llenó la habitación—. Es mi jefa.
—¿Tu jefa?
—Sí. Trabajo para ella. Soy su chofer. La estaba llevando a su casa cuando un loco se nos fue encima con su camión y...
—¿Por qué nunca me dijiste que trabajabas de chofer? ¿Por qué el misterio? —reclamó, molesta y desconfiada.
—¿Para qué?
—¡Para saber! Además… dime, ¿qué casas hay por la Panamericana?
—No entiendo, ¿estás insinuando algo? Estás mal de la cabeza, Valentina. Pero esto es fácil de aclarar: seguramente llegarán el esposo y los hijos de la señora. Si quieres, te presento con ellos para que puedas dormir en paz.
—Eso pasa cuando ya no hay confianza —contestó ella apretando los dientes.
Carlos cerró los ojos, agotado.
—He estado cumpliendo con lo que te prometí, pero tú no estás remando hacia el mismo lado.
Ella no respondió. Su explicación no la tranquilizaba, aunque tampoco quería quedarse con la duda.
—Creo que es mejor que me vaya —dijo finalmente. Dio media vuelta y salió.
—¿Qué le pasa? —murmuró él, solo—. ¿Ni siquiera piensa quedarse conmigo un momento?
La mente de Valentina giraba sin parar. Con Regina nunca pudo comprobar nada, solo tenía coincidencias y un presagio, pero con aquella mujer sí podía, y lo hizo. Se dirigió a la morgue confiando en que los datos que había dado Carlos hayan servido para encontrar a los familiares de aquella mujer.
Afuera había varias personas llorando. El corazón le latía con fuerza cuando escuchó a una joven gritar el nombre de su madre: Andrea.
—Buenos días —dijo Valentina, y todos la miraron. Un hombre de mediana edad se le acercó con el rostro deshecho—. Soy Valentina Arauz, esposa de Carlos Carrera…
El hombre frunció el ceño, conteniendo el llanto.
—Qué pena conocerla así —dijo con voz temblorosa y estrecharon las manos—. Soy Germán González.
—Siento mucho lo ocurrido con su esposa y qué pena tener que preguntarle esto, pero... —tomo aire y valor —¿desde cuándo mi esposo trabaja para ustedes?
El hombre se extrañó.
—Desde hace dos meses. Me lo recomendaron y lo contraté como chofer de mi esposa.
—¿Quién lo recomendó? —preguntó Valentina, angustiada.
—La hija de un buen amigo mío… Regina Correa.
—Regina —susurró ella, bajando la cabeza.
—Señora, sé que su esposo está internado. Al menos él está vivo, mi mujer no… —dijo el hombre, rompiendo en llanto.
Valentina lo entendió, les dio el pésame y se marchó.
—Me dijo la verdad —repitió compungida—. Pero por qué Regina siempre está metida en todo, ¿por qué?
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Editado: 03.11.2025