Renacer para vivir

21. Promesa y más promesas.

Al llegar a casa, Valentina notó que Lenna estaba muy callada, pensativa. Dejó la olla en la estufa y se acercó al sillón donde la niña estaba encogida, con la mirada perdida.

—¿Qué piensas, mi amor? —preguntó suavemente.

—Estoy triste —respondió ella, sin apartar la vista del suelo.

Valentina frunció los labios en una mueca y le acarició la barriga, buscando animarla.

—¿Por qué, mi amor? Si es por lo de la escuela, no te preocupes. Mira, en la vida vas a encontrarte con momentos difíciles, y lo importante es levantarte, luchar y no quedarte ahí, derrotada. Esto solo es un mal momento.

—Es que mi papi se va a enojar mucho conmigo. Y mi tía Regina también. Pero mami… tal vez hay algo en mi cerebro que no me deja entender las materias.

Valentina la miró con ternura y una punzada de culpa en el pecho.

Le tomó la mano.

—Tú no tienes la culpa de nada, Lenna. Si hay culpables, somos los adultos, pero tú no. Te prometo que el próximo año nos irá mejor, y vas a ser la mejor estudiante, ya verás.

Lenna levantó la vista, hizo una mueca triste y guardó silencio.

Pasaron unos segundos antes de que hablara otra vez.

—¿Te digo algo, pero no te enojas?

—Dime, mi cielo.

Lenna se acomodó en el sofá, bajando la frente.

—Extraño a mi papi. No entiendo por qué nos abandonó. Ya no nos quiere —susurró con lágrimas en los ojos.

Valentina sintió que algo se le desgarraba por dentro. La abrazó de inmediato, acunándola contra su pecho. Lloró en silencio, sin saber qué responder. Solo la sostuvo con fuerza, como si con ese abrazo pudiera protegerla del dolor.

Entonces, un grito rompió el momento.

—¡Papi! —chilló Lenna, apartándose de su madre. Dio un salto y corrió hacia la puerta.

Valentina, sorprendida, giró para mirar.

Allí estaba él. Carlos. Sonriente, campante, con los brazos abiertos recibiendo a la niña.

—¡Mi ratona hermosa! —exclamó al alzarla en el aire—. Mi niña bella.

—¡Papi, llegaste! —dijo ella, cubriéndolo de besos.

Carlos la abrazó fuerte, devolviéndole cada muestra de cariño.

Valentina los observó desde su posición, sin moverse. Por un lado, sentía sorpresa; por el otro, una alegría inevitable al ver a su hija tan feliz.

—Te extrañé mucho, papi. Tenemos muchas cosas que hablar.

—Lo sé, mi ratoncita hermosa —contestó él, mirándola con ternura, y luego alzó la vista hacia Valentina—. Hola, Vale.

—Hola —respondió ella con cierta rigidez, poniéndose de pie.

—Papi, ya no te vas a ir, ¿verdad? —preguntó Lenna—. Es que mami ya no tiene dinero, y yo no quiero escucharla llorar todas las noches por las preocupaciones.

Valentina cerró los ojos. Saber que su hija había notado sus lágrimas, la hirió profundamente.

Carlos la miró y respondió con voz firme:

—Vine para quedarme, mi cielo. Y no te preocupes, tu mamita no volverá a llorar. Te lo prometo.

Habló como si solo de él dependiera cambiar la situación.

—¡Sí! —gritó Lenna, levantando los brazos, desbordada de felicidad.

—Mi amor, quédate aquí un momento. Papi y yo tenemos que hablar —dijo Valentina.

—No van a pelear, ¿verdad? Papi… —le tomó la cara entre sus manos pequeñas—. No te vas a ir.

—No, mi amor. No me voy a ir. Además, te traje muchos regalos. Mientras mami y yo hablamos, ¿por qué no los miras? Están en esa maleta.

La niña corrió hacia el equipaje con una enorme sonrisa. Valentina respiró hondo y le indicó con un gesto que subieran a la terraza.

Cuando se aseguraron de que estaban solos, ella lo miró fijamente. Esa mirada le quemó la piel a Carlos. Era fría, dura, llena de resentimiento.

—Vale… lo siento. Sé que tienes muchas preguntas, pero… —balbuceó él.

Ella se cruzó de brazos.

—Ahórrate las explicaciones, Carlos. De nada sirven, porque no te creo —dijo, tomando aire—. Entiendo que lo nuestro está roto, no tiene remedio, pero ¿por qué romper también con tu hija? Lenna no tiene la culpa de nuestros problemas.

Carlos bajó la mirada.

—Lo sé. Siento que hayan tenido que pasar hambre…

—No, no te equivoques —lo enfrentó y alzó la voz—, hambre, no pasamos, pero ella sí sintió tu ausencia. Te largaste sin despedirte de ella, sabes que te adora.

—Vale, me fui a trabajar. ¿A qué me quedaba, si tú sabías que me quedé sin empleo?

—¿Y no podías llamar? No a mí, a ella. Cada tarde se sentaba frente a la ventana esperando que volvieras. No esperaba regalos, solo tu presencia.

—Tú me corriste. No me dejaste venir, ¿le contaste eso?




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