Resiliencia

Capítulo 9. Ilusiones

Fiorella

Ricardo Mackenzie era de esos hombres cuyo cuerpo expresaba poderío, sus casi dos metros de altura, su musculosa espalda y la fuerza de sus extremidades reñían con la calma y serenidad que expresaban sus ojos, su mirada transmitía paz, del tipo que se mantiene estable incluso en medio de la tormenta.

Su trato a los demás destacaba por  la cortesía y un interés real por el bienestar del otro. Excluyendo a  Julián, que por ser pastor no era tomado como un hombre más por Fiorella, nunca había conocido a alguien como Ricardo Mackenzie.

Era el cliente más querido del bufete y quién más colaboraba no solo económicamente sino con sus servicios profesionales en el centro comunitario y era un reconocido médico que había convertido el ayudar a otros en su cruzada personal.

Había sido testigo de su amor por los niños y los más necesitados, quienes a pesar de sus tatuajes y su apariencia de luchador confiaban en él al captar la ternura y bondad implícita en su trato.

Razones por las cuales había aceptado su invitación a cenar después de trabajar juntos varios fines de semana en el centro comunitario y tratarlo ocasionalmente en el bufete.

Había decidido seguir los consejos de mi madre y no cerrarme a la posibilidad de enamorarme, solo debía tomarme las cosas con calma y mantener a raya mis apegos.

—¿Espero ser el causante de esa sonrisa?

Voltee hacia atrás y me encontré con la mirada franca de Ricardo Mackenzie y la sonrisa juguetona que lo caracterizaba.

—Buenas tardes, señor Mackenzie —lo miro socarronamente—.  ¿Desde cuándo me observa?

—Apenas hace unos minutos. Quería verte y vine a invitarte a almorzar, es la excusa perfecta para disfrutar de tu sonrisa y soñar con ser algo más que un buen amigo.

—Ricardo conoces mi pasado, sabes todo lo que sufrí junto a mi exmarido. No quiero perder la oportunidad de conocerte pero no estoy preparada para tener una relación en estos momentos con ningún hombre.

—Lo sé y nuevamente te repito: soy un hombre paciente, el tiempo me ha enseñado que las prisas nos llevan a errar. Independientemente de lo que suceda entre nosotros para mí ha sido valioso conocerte. Además espero que aunque nuestros sentimientos no desemboquen en una relación de pareja si logremos crear lazos de verdadera amistad.

—Deseo lo mismo Ricardo —mis palabras transmitían seguridad. Porque en Ricardo encontraba la paz y la confianza que no me proporcionaron mis anteriores relaciones, ese estar a gusto en tu  piel, sin necesidad de aparentar quien no eres con el fin de agradar a otros y terminar envuelta en un círculo vicioso donde empiezas a ceder a costa de ti mismo sin comprender que una relación es cosa de dos y debe fluir naturalmente sin necesidad de forzar nada.

Las acciones de Ricardo respaldaban la veracidad de sus palabras, al igual que las averiguaciones que hice sobre él apoyada por Sandra y Julián. Sandra se había encargado de obtener referencias sobre Ricardo a través de varios contactos que tenía dentro del gremio médico.

Aprendí de mis errores, a no confiar solo en la palabras de los demás después de comprobar a través de mi exmarido que es posible mirar a los ojos y mentir, llorar y suplicar falsamente.

Esta vez verifique los antecedentes de Ricardo y decidí mantener los pies sobre la tierra para evitar enamorarme de él sin conocerlo lo suficiente.

—¿Estás lista para irnos?

—Si. ¿A dónde vamos?

—Es una sorpresa.

Hicimos un recorrido de 20 minutos hasta llegar a uno de los barrios céntricos de la ciudad, Ricardo estacionó frente a una colorida construcción, el olor a comida inundaba el ambiente y se hacía más fuerte a medida que subíamos unas escaleras exteriores que conducían a la azotea del edificio.

Al llegar al último escalón apareció frente a mi la azotea donde estaban distribuida una veintena de mesas con su respectiva silletería donde disfrutaban varios comensales, el lugar estaba decorado con un sinfín de plantas y un estilo rústico donde el  verdor de la vegetación y la magnífica vista que se tenía de la ciudad creaban un ambiente sorprendente.

Ricardo observaba cada uno de mis gestos y en su rostro se leía el placer por mi asombro, luego de unos segundos somos recibidos por uno de los trabajadores quien se presenta y nos conduce a una de las mesas

—¿Qué te parece el lugar? —me pregunta Ricardo mientras revisamos el menú.

—Sorprendente —le respondo con una sonrisa en los labios—. ¿Cómo supiste de este sitio?

—Soy el pediatra de los hijos de unos de los propietarios. Un día me invitó a visitar el restaurante y quedé encantado con el ambiente y la comida.

—Me gusta,  se respira sencillez.

—Es cierto, pero no por ello vayas a subestimar la calidad de sus platos, están a la altura del menú de cualquier restaurante cinco estrellas.

—¿Igual que  Ricardo Mackenzie? —le pregunto y me mira intrigado—. Cuyo aspecto de chico malo y descomplicado no concuerda con el excelente pediatra que  se desvive no solo por los pacientes de su consulta privada sino por todos aquellos niños del centro de acogida y del centro comunitario y del resto de organizaciones donde ayuda gratuitamente, ni tampoco representa al hombre tierno, amable y paciente.




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