Nunca se sufre por amor, se sufre por desamor, desencanto o indiferencia pero nunca por amor. El amor no lastima... los que lastiman son aquellos que no saben amar.
—Anónimo
—Muchas gracias por todas las molestias que tuvo para conmigo esta noche —murmuró Maggie, agradeciendo para sus adentros que las luces del interior fueran opacas, pues así podía sentirse más tranquila con respecto a que él no iba a reparar más en su aspecto.
—No ha sido nada —contestó él junto a una sonrisa, con el fin de restar importancia a sus atenciones, pero lograrlo iba a ser casi imposible, por los menos para ella que, en ese momento, estaba experimentando una breve aceleración de sus latidos, en los de ambos a decir verdad.
Serpentearon otro rato más entre las calles de San Salvador; afuera la oscuridad era rota por las tenues luces de los faroles y en manto brillante que la reciente lluvia había dejado sobre las calles y aceras. Asimismo, ya pasaban de las ocho de la noche, lo que le dejaba claro a Margarita que había pasado más de dos horas bajo deambulando por ahí en un acto inconsciente, pero había que señalar que algo bueno había salido de todo aquello.
Pronto llegaron a la residencial en donde vivía Melissa; en el portón se encontraba un vigilante que, al reconocer a Margarita, los dejó pasar de inmediato y así se internaron en aquellos bloques hasta llegar a su destino. Unos cuantos minutos después, ella le indicó dónde debía estacionarse. A un lado se encontraba una casa de medianas proporciones, aunque si se lo preguntaban a Andrew: todas parecían ser iguales.
Maggie le echó un vistazo al hogar de su mejor amiga, sopesando en que, como ya era de esperar, esta siempre había tenido la razón, aunque eso era lo que menos tenía ganas de escuchar si era sincera. No obstante, mientras ella se sumergía en su introspección, Andrew se animó a observarla a consciencia: detalló en su cabello de un rojo encendido y en cómo este comenzaba a formarse en agraciados rulos que le daban forma a aquel par de mejillas blancas y un tanto chapoteadas. Sabía que sus ojos eran de algún color parecido al verde y fue cuando se encontró pensando en que «ojalá tenga la oportunidad de volver a verla».
—Bueno, será mejor que me baje ya, porque la tormenta pronto va a regresar —repuso ella con voz apagada. Giró para verlo de nuevo y en al hacerlo se llevó la ligera sospecha de que la había estado observando; aunque de haber sido así, justo ahora, Maggie no tenía cabeza para reparar en esos detalles o en la existencia de señales, menos para flirtear.
—Sí, tiene toda la razón. Bueno, Margarita, ha sido un placer para mí el haberla conocido esta noche. —La aludida respondió de igual manera y cuando estaba por quitarse el saco, el dueño del mismo la detuvo, posando apenas por un par de segundo una de sus enormes palmas sobre una de las de ella—. Puede conservarlo, porque sí se lo quita ahora que ya entró en calor, seguro pescará una neumonía. Mejor no tentamos al destino, ¿le parece?
—Prometo que se lo devolveré... —musitó ella, realmente enternecida y avergonzada. Andrew asintió, muy conforme con esa promesa, pues dejaba entre dicho de que ellos, en algún otro momento, se volverían a encontrar.
—Por supuesto, pero ahora no se preocupe por eso, ¿estamos? Solo preocúpese por usted misma, que mi vida no se acabará por un saco ni la suya por devolvérmelo —contestó él junto a un guiño. Margarita sonrió mostrando los dientes, la calidez le llegó a mares; seguido estrecharon sus manos y ella se juró para sus adentros que le haría caso—. Tenga buena noche, Margarita.
—Y usted igualmente, Andrew.
Se miraron fijamente una vez más; el agradecimiento brillaba en los ojos de aquella mujer y la expectación se arraigaba en los de él. Y es que, si se ponían a pensar; el destino tenía formas muy extrañas para salvar a las personas, a veces eran dolorosas y trágicas, pero estaba esta otra llena de seguridad, de empatía, repleta de segundas oportunidades.
Se bajó y anduvo sin mirar atrás; tomó una inspiración y luego llamó a la puerta, y mientras su amiga salía a abrir, Margarita se abrazó a sí misma y volvió a ver..., el auto seguía ahí y ahora el vidrio del copiloto había descendido, hecho que le dejó en claro que el dueño la estaba vigilando. ¡Santo cielo!, sus comisuras temblaron, los nervios comenzaron a comerla viva, sin embargo, cualquier vestigio de contacto visual fue interrumpido porque Melissa abrió la puerta.