Rizos Y Risas

CAPÍTULO 9: ENTRE TIJERAS Y PROMESAS

Eva.-El silencio que precede a la llegada de un hombre que te intriga es más ruidoso que el secador a toda potencia. Hoy, el salón estaba extrañamente en calma, una calma tensa que yo atribuía a mi cita de cierre con Nico. Él era el misterio, el romántico lento, el que llegaría a mi refugio y lo vería no como caos, sino como algo que necesitaba optimización. Yo me preparaba.

Me había hecho mi propio look de control: un recogido pulcro, ni muy alto ni muy bajo, que decía: “Soy eficiente, pero si me lo suelto, la cosa se pone interesante.”

—Lalo, mi vida —dije, revisando el inventario de coloración con una precisión casi militar—. ¿Llegó el Óxido de Mercurio de Doña Aurora? Recuerda que me prometiste que lo conseguirías fresco, no el de hace tres meses.

—¡Sí, Eva! ¡Promesa cumplida! —exclamó Lalo, con una sonrisa demasiado grande. Estaba obsesionado con demostrar que la disciplina era tan importante como la intuición, especialmente después del desastre de la “fricción cruzada”. Había insistido en que él se encargaría de un encargo logístico difícil: el tinte especial que Doña Aurora usaba solo para los toques de las puntas doradas.

—¿Y dónde está el recibo de autenticidad? —pregunté, mi voz tranquila pero firme.

—¡El recibo! Eh... El proveedor me dijo que era el último, que era auténtico y... ¡que me enviaba un obsequio! —Lalo sacó una caja pequeña, envuelta en papel de regalo ridículo—. Dijo que era un nuevo activador para las mechas doradas. Me pidió que lo probara. Es un activador sorpresa, Eva.

Mi corazón de mediadora se hundió. Lalo, en su afán por impresionar y cumplir la promesa, había confiado en una fuente sospechosa. No era malicia; era inexperiencia vestida de entusiasmo.

—Lalo, mi vida. Las promesas se cumplen con autenticidad, no con obsequios sorpresa. Y en este salón, el único activador sorpresa es mi paciencia.

Antes de que pudiera regañarlo más, la puerta tintineó y mi cuerpo se tensó. No era Nico. Era Don Ricardo.

Don Ricardo era una leyenda del barrio, un peluquero retirado que había sido el mentor de mi primer jefe. Era un hombre de la vieja escuela: crítico, silencioso, con un ojo de águila para la mala técnica y un juicio severo. Venía una vez al año, no como cliente, sino como un inspector no oficial de la calidad capilar.

—Eva Torres. Veo que mantienes la alegría en el ambiente. El olor a peróxido es puro. Bien —dijo, con un asentimiento breve—. Solo vengo por un recorte de barba. Rápido y sin charla. Quiero ver el pulso del barrio.

Mi piel se erizó. Don Ricardo no quería un recorte de barba; quería una evaluación inesperada. Y Lalo estaba a punto de fallar en una promesa que podría arruinar la paz de Doña Aurora.

—Lalo —siseé en voz baja—, dame el tinte. Y a Don Ricardo lo atiendo yo. Es una emergencia de protocolo.

Lalo.-El pánico se apoderó de mí. ¡Don Ricardo! Era como si el inspector de sanidad del cabello hubiera aparecido. Y yo había confiado la misión más importante, el tinte de Doña Aurora, a un hombre que me había dado un activador sorpresa.

Intenté tomar el tinte de la caja para entregárselo a Eva, pero en el nerviosismo, la caja se resbaló. El contenido del supuesto Óxido de Mercurio se derramó en la mesa, justo al lado del obsequio. Y lo que salió no era el líquido blanco y espeso que debía ser. Era un gel pegajoso y de color verde fluorescente.

—¡Oh, no! —grité en voz baja—. ¡Eva! ¡El activador es falso! ¡Es... gelatina alienígena!

El gel verde y viscoso era una prueba visual de mi promesa fallida. Estaba arruinado. Don Ricardo, que ya estaba sentado en la silla, lanzó una mirada penetrante al mostrador.

—¿Gelatina alienígena, joven? ¿Es una nueva técnica de textura? —preguntó Don Ricardo, su voz cargada de un sarcasmo educado.

—Es... es un malentendido logístico, señor Don Ricardo —intenté explicar, sintiendo el calor en mis orejas.

Eva me lanzó una mirada que decía: "Silencio. Yo me encargo."

Vi la tensión en el rostro de Eva. No por Don Ricardo, sino por la lealtad a Doña Aurora. El gancho de la evaluación de Don Ricardo se había mezclado con el conflicto de mi torpeza.

—Lalo, mi vida. Ve a la bodega, y trae el limpiador de desastres y el kit de emergencia. Y no toques nada. ¡Nada! —ordenó Eva.

Me fui corriendo, sintiéndome el anticristo de la peluquería. Sabía que Eva tenía que usar su astucia para salvar la situación y, de paso, salvarme a mí.

Don Ricardo.-Observé a la joven Torres. Hija de inmigrantes, dueña de un refugio caótico. Su técnica era impecable, sí, pero su control sobre el drama era lo que realmente me interesaba. El arte del peluquero no está solo en la tijera, sino en la calma que puede imponer en un manicomio.

El aprendiz, el pobre muchacho, había sido estafado con un producto verde fluorescente. Un error garrafal. El tipo de error que le costaría el puesto en mi época. Pero Eva no gritó; Eva se puso su delantal de heroína.

—Disculpe el incidente, Don Ricardo —dijo Eva, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, pero sí a su tono—. El joven Lalo está en un proyecto de innovación de texturas, y a veces la ciencia nos sorprende. Un momento.



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En el texto hay: amistad, secretos, enredos comicos

Editado: 24.11.2025

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