Eva.-Nico llegó cinco minutos tarde, que en el idioma de un arquitecto se traduce como "llegó perfectamente a tiempo, pero tuvo que redibujar mentalmente un semáforo."
—Eva. —Su voz era profunda, casi una resonancia. Llevaba una camisa gris que, de alguna manera, lograba que el gris fuese interesante, prometiendo estabilidad y una posible crisis existencial bien organizada.
—Nico. El sillón te espera. ¿Listo para el color ‘Caoba de Inversión’? Es un tono que dice: "Soy sofisticado, pero sé cuándo es buen momento para un riesgo calculado."
Él sonrió, y fue una sonrisa que hizo temblar mis planes. No era una sonrisa para un cliente; era para alguien que ya conocía un secreto sobre él.
Mientras preparaba la mezcla, sentí su mirada sobre mí. Él no observaba solo mis manos; observaba el movimiento de mi mente, la coreografía precisa de mis dedos entre el tinte y el oxidante.
—Vi lo que hiciste con el aprendiz —dijo Nico, refiriéndose a Lalo y el "Cobre de la Honestidad."
—¿Estuviste espiando, arquitecto?
—Estaba esperando en la esquina. Y lo que vi no fue caos. Fue gestión de crisis con creatividad. Convertiste un desastre verde en una nueva línea de producto.
—Esa es la diferencia entre tú y yo, Nico. Tú planificas la estructura. Yo planifico la reestructura cuando el techo se cae.
La tensión entre la mezcla del color y la de la conversación era tan densa que podía cortarse con mis tijeras. Me acerqué a él, con la brocha cargada de color, lista para empezar. Este era el momento íntimo, el baile del peluquero, donde la cercanía es forzada y la guardia debe bajarse.
—Cierra los ojos —susurré, mientras el primer mechón de cabello recibía el color.
Y justo cuando el silencio se hizo profundo, y el calor de su respiración rozaba mi mano, un grito agudo rompió el momento.
—¡Es mío! ¡Lo necesito!
La voz era de Marta, una clienta habitual con un talento especial para el drama y una pasión por los secretos ajenos. Estaba de pie en la puerta, jadeando, sus ojos de mapache delineados por la urgencia.
—¿El qué, Marta? ¿Tu dignidad? —preguntó Lalo, que aún estaba limpiando rastros de gelatina verde en la trastienda.
—¡Mi diario! Lo dejé en la silla de espera. ¡No lo leas! ¡Por favor, Eva, no lo leas!
Eva se giró, el corazón latiéndole a mil. En la silla de espera, justo al lado de donde Nico había estado, había un cuaderno de tapa rosa intenso, abierto por la mitad.
Nico.-Yo había cerrado los ojos por Eva. No por el tinte, sino porque me lo había pedido. En ese instante de ceguera voluntaria, el mundo se había simplificado a la sensación de sus dedos cerca de mi cuero cabelludo, la mezcla química de su trabajo, y el suave aroma a lavanda que Eva usaba. La geometría de su trabajo era fascinante: precisión, repetición y un resultado impredecible.
El grito de Marta fue una sirena de ambulancia en medio de un concierto de música clásica. Eva se tensó, pero su mano se mantuvo firme.
—Marta, tranquila. Está aquí. No he...
Pero Marta ya estaba corriendo hacia la silla. En su prisa, tropezó con una caja de revistas y chocó justo contra el mostrador. El impacto no fue nada, pero el diario cayó y se deslizó por el suelo, abriéndose en una página con letra grande y apasionada.
Mis ojos, no pudieron evitar leer el encabezado, escrito en rojo:
"LA VERDAD SOBRE EL INMUEBLE Y CÓMO LO OBTUVE."
Eva leyó lo mismo. Su mandíbula se apretó.
—¡Marta, recógelo! —ordenó Eva, su voz grave.
Marta se abalanzó sobre el diario, pero no fue lo suficientemente rápida. Lalo, intentando ayudar, agarró el cuaderno, pero sus ojos ya habían escaneado la frase. Su rostro se puso blanco como el oxidante.
—Espera un momento. —Lalo miró la página, luego a Eva, luego a Marta—. Marta, ¿este diario... habla de la venta del edificio? ¿De este edificio?
El aire se hizo irrespirable. Yo sabía que el edificio del salón estaba en peligro de ser vendido a un desarrollador. Pero la dueña actual era Doña Elvira. ¿Qué tenía que ver Marta?
Eva se acercó, su rostro un estudio de frustración profesional y pánico personal.
—Lalo, entrégamelo. ¡Ahora! —Eva extendió la mano, y Lalo se lo dio, casi temblando.
Marta rompió a llorar. —¡Se suponía que nadie sabría! Yo... yo soy la que...
Eva pasó la página. La Verdad. La Verdad sobre el edificio. No un chisme, no un rumor, sino un secreto que podía afectar su refugio, su vida.
—Marta —dijo Eva, con la voz templada—, estás en el salón equivocado para guardar secretos de este tamaño.
Eva cerró el diario de golpe. Pero el contenido ya había volado. Lalo estaba en shock, con los ojos fijos en un punto invisible. Yo seguía con el tinte en la cabeza, mitad Caoba de Inversión, mitad mi color natural, como si el destino me hubiera congelado en un estado de transición.
—Nico, necesito un minuto —dijo Eva, acercándose a mí. Su rostro estaba a centímetros del mío, sus ojos color avellana buscando mi anclaje—. Prometo que este caos no arruinará tu cabello. Pero esto... esto es importante.