La ciudad imponía prisa, y había que correr detrás de las camioneticas, regatearle a los taxistas o entrar en los vagones que parecían gusanos, donde ningún sobreviviente de un campo nazi podría ingresar sin sufrir el rigor de los recuerdos.
A las dos salió de su apartamento, y ya la calle esperaba para tragarse su silueta hermosa. Caminaba hacia la estación, y a su paso dejaba suspendido en el aire su olor de mujer con sexo recién practicado. Pero pronto el humo, y el ruido, matarían el rastro de placer del orgasmo sentido una hora antes que aún quedaba en su rostro.
Que Carlos Arturo entrara con pasos lentos a la oficinita de correo, como si los contara, no tenía nada de extraño. Llevaba una tristeza coagulada, como un terrón de sal entre sus venas. En su mano izquierda apretaba un paquete pequeño de color amarillo, sobre el cual había un escrito con letra escurrida. Pidió estampillas para envío a la capital. El muchacho se las entregó, y él sin decir una palabra le dio el billete de quinientos. Luego, mientras golpeaban el sobre con el matasellos, pensaba en ella, y trataba de atrapar el recuerdo de esos ojos verdes, de esa sonrisa plena, llena de vida, de las manos sedosas que tomó entre las suyas, cuando nada importó el ruidoso corneteo del chofer ordinario, el barullo de la avenida, el desorden provocado por buhoneros, transeúntes, malandros y policías: todo eso estuvo demás en ese momento. Finalizó el trámite, caminó con igual lentitud a un cafetín cercano, y pidió un café marrón grande. Se acercó a la mesa, y haló una de las sillas, lo cual despertó, y ahuyentó, a la gata que allí dormía. Trató de seguirla, pero ésta se escurrió al interior del local. Volvió a la mesa. Pensó en su carta e imagino a su destinataria leyéndola. Llegó una muchacha con su café. Mientras el humo hacía piruetas en el aire, Carlos Arturo sacó del bolsillo el papel arrugado que fungió del borrador y, otra vez, lleno de emoción, leyó las últimas quince palabras.
Las escaleras mecánicas, como siempre, no funcionaban, y en baja voz dijo una mala palabra, la cual fue opacada por otra, más mala palabra, que soltó un hombre a su lado. Inmediatamente recordó al tipo aquel, bien parecido, de aspecto europeo, francés quizá, quien, allá en Plaza Venezuela con amabilidad le preguntó una dirección, y ella se la indicó. Luego siguió caminando a su lado, y empezó a decirle que era sensual, y bonita, y de repente le preguntó: ¿de qué color son tus pantaleticas? Turbada por esos recuerdos giró hacia la derecha para alejarse de otro hombre que venía a su lado e incorporarse al grupo que subía por la otra escalera. Para consolarse pensó que el esfuerzo era bueno para sus piernas, y nalgas. Por prevención puso su mano izquierda sobre el bolso, y lo llevó de la cintura hacia el abdomen, protegiéndolo de alguna mano intrusa. Repicó su celular, y tal vez por la ilusión de esa llamada tan esperada, a pesar del lugar, hizo el movimiento necesario para abrir el bolso y contestar; pero descartó el intento porque empezó a escucharse el fuerte ruido que anunciaba la llegada del tren, aunque también el aparato después de dos repiques dejó de sonar. Volvió a proteger el bolso llevándolo a su abdomen.
Alzó esos pantalones desteñidos que le quedaban tan grandes que, de estar en su pueblo, le habrían gritado entre burlas que el muerto era más gordo, y no tenía una correa, aunque no le importaba, pues la franelota lo tapaba todo. Se confundió en la marejada de personas que buscaban un lugar en el andén. Aprovecharía para restregar su virilidad a cuanta mujer estuviese delante, y ninguna podría quejarse, pues eran las circunstancias; además, si viesen lo que tenía por esa zona no sentirían precisamente deseo.
Compró un boleto sin mirar al rostro del operario. Por el huequito del vidrio le entregó los cuatro billetes de cien, maltratados por sus manos temblorosas. Estaba resuelta a poner fin a tanto martirio, y a dejar el sabor amargo de la culpa a todos aquellos causantes de sus problemas. Por eso caminaba con aires de triunfo, y cuando a la atractiva muchacha que estaba a su izquierda le repicó el celular, la miró con desprecio, mientras mascullaba sifrina de mierda, como si también aquella fuese parte del coro de ángeles malvados que maltrataban sus días. Ciertamente era hermosa, alta, de abundante, y sedoso cabello, que era un marco perfecto para su rostro de grandes ojos verdes, que despedían un brillo hechizante, y como si fuera poco, su boca era un convite al pecado. Era fácil sentirse fea delante de ella. Y la otra, carcomida por la envidia, la miraba con rabia; aunque no sabía que aquella habría cambiado toda su belleza para que la gente no mirara sólo su hermosura, para que los hombres viesen en ella algo más que una muñeca, para que sintiesen algo más que el deseo de poseerla, o la vanagloria de tenerla. Porque, pensaba, si están al lado de una mujer que no sea bella, sería por su manera de ser, y no por su rostro, y su cuerpo. Estas preocupaciones le carcomían los pensamientos todo el tiempo. Quizá por eso sus recuerdos buscaron la tarde aquella cuando iba en el carro con Mercedes, en la avenida Urdaneta y, entretenidas por la música, no repararon en que el camionetero que iba adelante atravesó el perolón sin poner la luz de cruce ni nada. El golpe fue inevitable, y su pierna derecha recibió el impacto. A su amiga nada le ocurrió. El tráfico se detuvo. Bajó Mercedes, ella no podía. El conductor, y algunos pasajeros también se acercaron. Qué grosero fue el chofer gordo ese, si no hubiese sido porque Carlos le dio su parao, casi quería pegarnos, cómo si la culpa hubiera sido de nosotras. Ay, Carlos, tan lindo él, fue el único en acercarse y preguntarme cómo estaba. Qué amable, eso fue lo que me enamoró; no como el insípido ese que mi papá quiere imponerme como esposo, nada más porque conviene a la familia. Pura chequera. Y bueno, menos mal que los mismos pasajeros le echaron en cara al chofer que fue él quien atravesó la camioneta. Así que estaba perdido, no le quedó más remedio que pedirnos prestado el celular y llamar a su jefe.
Editado: 01.05.2018