Robin Jordan.
—¡Jordan! —el entrenador gritó mi apellido y su voz produjo un estremecimiento en mi cabeza— ¡es hora de salir al campo!
—Hombre, estamos a menos de un metro, gritar como cavernícola pasó de moda hace unos miles de años.
—Mira niño —empezó, en un tono que intentaba ser calmando pero fracasaba colosalmente—, estoy cansado de tus respuestas groseras y si sigues con es mala actitud...
—¿Qué? —lo interrumpí dando el paso que nos separaba— ¿me enviará con el director? Pues entonces hágalo, porque prefiero armar rompecabezas en detención que sudar como caballo salvaje en su patética clase.
—Estoy cansado de ti, Jordan —escupió sus palabras con tremenda rabia— y si no estuviéramos aquí... —se contuvo dejando su amenaza en el aire— llamaré a tu madre.
—Se fue de viaje esta mañana —indiqué al reloj de pared—, ahora mismo debe estar sentada en su avión, terminado el libro que empezó hace una semana y con su móvil apagado por eso de la interferencia —abrió la boca, pero continúe sin darle espacio de hablar—. Y en cuanto a mi padre, si logra localizarlo, me avisa, será interesante verlo después de dieciocho años.
Tomó una gran inhalación y con su pecho inflado señaló la puerta que daba con el campo de juego, tristemente no había logrado sacarlo de sus casillas lo suficiente como para evitar la maldita clase de gimnasia.
Estiramiento, cincuenta lagartijas, treinta sentadillas, setenta abdominales, tres botellas de agua, veinte vueltas a la cancha de fútbol e incontables insultos mentales después, estaba sentado en el césped inhalando y exhalando estrepitosamente. La clase ya había culminado, pero Marco siempre se quedaba un rato más a hacer sus volteretas y por consiguiente yo, me quedaba un rato más pero descansando, gozando de la brisa y en ocasiones con los audífonos puestos.
—Algún día te vas a partir a la mitad, justo como un lápiz, incluso sonarás igual—le dije en broma.
—Tus buenos deseos reafirman esta amistad.
Me encogí de hombros ante su sarcasmo, limpiando el sudor de mi cara con mi antebrazo. Marco dio un par de volteretas, una rueda lateral, tres flic flac hacia atrás y terminó su rutina tipo Sportacus caminando sobre sus manos en mi dirección. Sí, mi amigo era todo un resorte andante.
—Vamos Robin —me animó— te enseñaré a dar un salto mortal.
—No gracias, llámame tonto pero la parte de "mortal" —hice comillas con mis dedos— me insinúa que es peligroso.
—Eres una niña.
—¿Qué? ¡No! Mi nombre es unisex, el hecho de que tengamos... —me callé al darme cuenta de que no se refería a eso— ¿Cómo me llamaste?
Me puse en pie fingiendo sentirme sumamente ofendido y molesto, pero la verdad era que quería cambiar de tema, toda la noche había estado pensando en ella, en que ésta vez realmente había cruzado los límites y hasta decidí que debía pedirle disculpas; la verdad era que yo no planeé que cayera en la fuente, sólo pretendía sacarle un buen susto como de costumbre.
—No viejo, yo no he dicho nada —me mostró sus palmas dando un par de pasos hacia atrás— ¡No, Robin! ¡No, detente! ¡Alto!
Rogó mientras lo perseguía con el balde de agua que usaba el entrenador para lavarse el sudor de los pies. Por desgracia no logré alcanzarlo; ¡maldita sea! Sus volteretas unidas al miedo de ser mojado con agua putrefacta me ganaron, terminamos regándola e íbamos a entrar a las duchas cuando recordó no haber entregado un libro en la biblioteca, por lo que tuvo que salir corriendo antes de que la cerraran.
Habían varios chicos más en el vestidor, pero cuando salí de las duchas ya todos se habían ido, caminé hasta mi casillero y los ojos casi se me salen se las cuencas al ver que estaba vacío. Nada. Absolutamente nada, mi mochila ya no estaba y por consecuencia ya no tenía ni pantalón, ni camisa, ni zapatos, tampoco teléfono, llaves, billetera o ropa interior, incluso se habían llevado la ropa sucia con la que había hecho ejercicio, me dejaron en ceros y completamente confundido.
Inspeccioné debajo de las sillas, sobre los casilleros y también me atreví a revisarlos todos, buscando pantalones o algo que pudiera usar, pero lo único que encontré fueron un par de revistas porno, un cheeto, media barra de goma de mascar y lo que parecía un botón. No había nada que pudiera servirme, lo único a mi disposición era la toalla envuelta a mi cadera. Miré el reloj en la pared y faltaban cinco minutos para que todos salieran de su última clase, si lograba atravesar el campo de fútbol, el campus común y llegar hasta mi auto, estaría salvado; la ventanilla era manipulable y en el verano anterior Marco y yo habíamos pasado una tarde con su primo que salió de la cárcel, él nos enseñó a encender autos sin las llaves, por lo tanto sólo debía apresurarme antes de que sonara el último timbre y probablemente los únicos en verme serían el personal de aseo y uno que otro fisgón.