Robin y Robin

6. Ananas comosus

(Meses antes del accidente)...

Robin Jordan.

Era la mañana de año nuevo, el sol que se filtraba por la ventana de la cabaña que mamá y tía Diana habían rentado por las festividades me dio justo en la cara, despertándome antes de lo esperado, no eran ni las 6:00 am y yo ya no tenía sueño, por lo tanto también estaba molesto, primer día del año y yo no dormía plácidamente hasta que mi madre y tía Diana volvieran de su tradición (salir juntas a trotar el primero de enero hasta que alguna se rindiera o cayera desmayada —según ellas les daba buena suerte—), lo curioso era que el resto del año no hacían ni una sentadilla. Sí, a veces no eran las mujeres más maduras del mundo, en ocasiones pienso que es por no haber quemado totalmente su etapa adolescente, todavía conservaban el espíritu de hacer tonterías dentro de ellas.

Me quedé viendo el techo de madera como media hora —o eso me pareció a mí, seguro fue menos—, me harté y decidí ir a ver cómo estaba Robin, la noche anterior todos habíamos ingerido un par de tragos, a decir verdad tía Diana y mamá fueron las que celebraron con una copa y cayeron rendidas, sin embargo Robin y yo nos pasamos un tanto más que eso terninándonos la botella entre ambos. Apenas me levanté sentí que la cabeza me iba a estallar, me mareé y por un momento casi me voy de lado, pero mantuve el equilibrio y fui hasta el baño, lavé mi cara con abundante agua, cepillé mis dientes y mojé mi cabello con el fin de que el dolor de cabeza menguara.

Si yo estaba así, no quería imaginarme cómo se encontraba Robin, toqué a su puerta y ésta se abrió revelando que no había nadie allí.

Bajé las escaleras lo mejor que pude y entonces un vago recuerdo de mí mismo cubriéndola con esa manta de cuadros antes de irme a mi habitación me asaltó. Acostada de lado con una manta que le cubría todo el cuerpo, su silueta era atractiva. 

¿Silueta atractiva? —me pregunté a mí mismo— No vuelvo a tomar en la vida.

Cuando Robin despertara estaría irritante, sensible e insoportable, no, yo no necesitaba eso justo ese día. Puse agua a hervir para hacer café y ayudarle a sobrellevar la resaca, estaba buscando la cafeína en los cajones superiores cuando calló una sartén y llegó hasta el piso dando un estruendoso golpe que hizo eco en toda el lugar.

—¡Ah! ¡Mierda! —exclamó detrás de mí.

Me giré lentamente para encontrarla tapándose con la manta y retorciéndose bajo ella.

—Lo siento, lo siento —a zancadas me le aproximé inclinándome—. No fue nada, vuelve a dormir.

—¿Nada? Pero si ha sonado como si se viniera abajo la estatua de la libertad —destapó únicamente sus ojos entrecerrándolos por la luz.

—Estoy seguro de que esa situación no sonaría igual —sonreí y por alguna razón le acaricié el cabello—. Ahora cierra los ojos y trata de conciliar el sueño, es muy temprano aún.

Se acomodó con suavidad bajo mi caricia, luego de unos segundos abrió los ojos de golpe y nuestras miradas cruzaron, quité mi mano. Ella me continuaba mirando como catatónica, en ese punto yo no supe qué postura adoptar.

—¿Qué? —continúe y me enderecé poniendo los brazos sobre mi pecho— no es lo que estás pensando, sólo intentaba ser amable por tu estado... ¿Por qué siempre lo haces tan difícil? —no me contestó— Qué madura, ahora la ley del hielo, perfecto.

Se puso las manos en la boca y salió corriendo por la puerta de entrada, la manta calló en la alfombra, yo salí tras ella, estaba detrás de un árbol cercano vomitando, corrí a su lado y le sostuve el cabello mientras sacaba de sí la cena de año viejo y media botella de vino.

—¿Estás bien? —alcancé algunos de sus mechones para que no se salpicaran.

—¿Crees que quiero responder preguntas ahora mismo? —dijo antes de que sufriera otra arcada y expulsara más vómito.

—No, yo —tartamudeé evitando ver la escena— sólo continúa, continúa, déjalo salir todo.

—¡Creo que sé cómo vomitar!

Guardé silencio hasta que terminó, recostó sus palmas en sus rodillas, tomó un par de respiraciones profundas y acomodó su cabello tras sus orejas. Se veía exhausta, pálida y sin fuerzas de mover un dedo.

—¿Quieres una toalla de papel? —asintió viendo al suelo— también traeré agua, dame un minuto.

Corrí hasta el porche, el viento había cerrado la puerta, giré la cerradura una y otra vez, al final frenéticamente, pero no sirvió de nada y yo no tenía llaves. Me pasé las manos por el cabello, consiente de que no había pasado ni un día de el nuevo año y yo ya estaba metiendo la pata, miré a Robin y seguía en la misma posición esperando la toalla de papel que nunca llegaría.




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