📖 Capítulo 1: El colapso de Emily Dawson
No recuerdo exactamente cuándo dejé de ser feliz.
Supongo que la tristeza no llega con un golpe seco, sino en pequeños silencios que se van acumulando hasta que un día despiertas y te das cuenta de que ya no te reconoces frente al espejo.
Así me sentía esa mañana: con el corazón a medio funcionar, intentando convencerme de que todo estaba bien, de que Ryan y yo solo estábamos “pasando una mala racha”.
El sonido de la cafetera llenaba el apartamento mientras el reloj marcaba las seis y cuarenta y cinco. Tenía una presentación importante en la agencia y, como siempre, Ryan aún dormía.
Me miré en el reflejo de la ventana: el cabello castaño recogido a medias, ojeras profundas, una sonrisa ensayada. La versión de mí que aprendió a fingir que lo tenía todo bajo control.
Ryan solía despertarse conmigo antes, preparar el desayuno, besarme la frente. Pero eso fue hace más de un año. Ahora, su “buenos días” era un murmullo distraído mientras revisaba el celular.
Y, sin embargo, yo seguía ahí.
Porque cuando una mujer ama, se aferra a la idea de lo que fue, aunque lo que es le esté destrozando por dentro.
Esa mañana, mientras colocaba mi taza sobre la mesa, vi el sobre.
Un sobre antiguo, color crema, con mi nombre escrito a mano: Emily Dawson.
No tenía remitente visible, solo un sello con un copo de nieve y un nombre apenas legible: Pineberry Falls.
Fruncí el ceño. No conocía ese lugar, pero el detalle del sello me provocó un extraño calor en el pecho. Lo dejé sobre la mesa, prometiéndome abrirlo después del trabajo.
Una promesa que, por supuesto, olvidé cumplir.
Las horas pasaron en una mezcla de café, llamadas y pantallas.
La agencia estaba llena de luces frías, de risas falsas y del constante zumbido de la productividad. Me gustaba mi trabajo… o al menos eso me repetía.
Pero desde hacía meses, algo dentro de mí gritaba por un descanso, un silencio, algo real.
A las siete de la noche, Ryan aún no había contestado ninguno de mis mensajes.
“Reunión con los inversionistas”, había dicho.
Yo sabía lo que eso significaba: otra cena elegante donde él brillaba y yo era solo un accesorio.
Así que decidí sorprenderlo.
Compré una botella de vino, su favorita, y un pastel pequeño de crema de avellanas.
Recuerdo haber sentido nervios mientras subía las escaleras del edificio, como si algo dentro de mí intentara detenerme.
No lo escuché.
Y ojalá lo hubiera hecho.
Cuando abrí la puerta, el primer sonido que escuché fue una risa.
Una risa femenina. Ligera. Cómplice.
Mi corazón se detuvo un segundo.
“Debe ser la televisión”, pensé.
Pero no lo era.
Caminé despacio hacia el dormitorio, mis manos temblando, la botella de vino apretada contra mi pecho como si pudiera protegerme de lo inevitable.
La puerta estaba entreabierta.
Y lo vi.
Ryan.
Mi Ryan.
Desnudo.
Con otra mujer.
Sus manos donde antes estaban las mías, su sonrisa, esa misma sonrisa que yo amaba, dedicada a alguien más.
No sé cuánto tiempo me quedé allí.
Solo recuerdo que algo dentro de mí se rompió, con un sonido tan fuerte que juraría que lo escuché.
El vino cayó al suelo y se hizo añicos, el cristal, el líquido, y mi corazón esparcidos en el mismo desastre.
Ryan me miró.
—Emily… no es lo que parece —dijo, como si existiera alguna forma decente de explicar lo que estaba viendo.
—¿No es lo que parece? —reí. Y esa risa no era mía. Era la de alguien al borde del colapso.
Sentí las lágrimas subir, la garganta cerrarse, las palabras arder.
Y entonces grité.
No un grito cualquiera. Fue un grito que venía de cada decepción, de cada noche esperándolo, de cada promesa rota.
Empujé cosas, lancé un cojín, rompí un marco.
La mujer salió corriendo envuelta en una sábana.
Ryan intentó detenerme, pero cada vez que lo veía, veía también mi ingenuidad.
—¿Cuánto tiempo? —pregunté con voz temblorosa.
—Emily…
—¿Cuánto maldito tiempo, Ryan?
Silencio.
Y el silencio duele más que la verdad.
No recuerdo todo con claridad después.
Sé que los vecinos escucharon los gritos.
Sé que alguien grabó una parte.
Y sé que, al día siguiente, mi cara estaba en redes sociales, convertida en un meme con el título: “La loca de la botella de vino.”
Fui tendencia.
Por un día entero.
Y cuando llegué a la oficina, el silencio fue peor que las miradas.
Mi jefa, la señora Kramer, me esperaba en su despacho, brazos cruzados, expresión severa.
—Emily, lo que hiciste fue inaceptable.
—¿Perdón por tener un colapso nervioso? —respondí sin pensar.
Ella suspiró, cansada.
—No es solo por el escándalo. La reputación de la agencia está en juego. Nuestros clientes no quieren asociarse con una “historia viral”. Necesito que esto desaparezca.
Sentí una punzada de ira.
—No soy un error de relaciones públicas, soy una persona que acaba de ser traicionada.
—Y precisamente por eso, necesitas un descanso —respondió ella, tomando un papel de su escritorio.
Lo deslizó hacia mí.
—Tres meses de licencia obligatoria. Servicio comunitario.
—¿Qué?
—Lo acordamos con recursos humanos. Te tomas un tiempo fuera de la ciudad, haces algo útil, recuperas la calma. Hay un programa de voluntariado en… —miró una hoja— Pineberry Falls.
El nombre resonó. El mismo del sobre que había ignorado esa mañana.
Sentí un escalofrío.
—¿Y si no acepto? —pregunté.
—Entonces, renuncias.
Su tono no dejaba espacio a negociación.
Salí de la oficina con el corazón pesado.
Había perdido a mi novio, mi dignidad y, aparentemente, mi estabilidad laboral.
Solo me quedaba esa carta sin abrir y un pueblo del que nunca había oído hablar.