Capítulo 2 – La cláusula del castigo
No sé qué es peor:
que me hayan mandado al exilio navideño más lejano del mapa o que el café del aeropuerto sepa a agua tibia con aroma a derrota.
Sujeto el vaso de cartón entre las manos como si eso pudiera calentarme el alma, aunque lo único que siento es ese vacío en el pecho que deja una traición.
Todavía puedo ver su cara.
Ryan.
Enredado entre las sábanas con otra. En nuestra cama.
Mía.
Y lo peor no fue verlo… fue verme a mí misma perdiendo el control, lanzando la lámpara, gritando como una loca frente a medio edificio. Fue verme convertida en un espectáculo viral con título propio en Twitter: “La novia de Manhattan que perdió la cabeza”.
Tomo otro sorbo del café y me obligo a respirar.
—Ya lo superaste —murmuro, aunque la voz me sale tan rota que ni yo me creo.
Mi teléfono vibra sobre la mesa. Es un correo de Monica, mi jefa.
El asunto dice: “Instrucciones del programa de servicio comunitario — urgente”.
Abro el mensaje con desgano. Entre líneas legales y palabras frías como “conducta inapropiada” y “imagen corporativa afectada”, hay un archivo adjunto.
Destino: Pineberry Falls.
Duración: 6 semanas.
Actividad asignada: Reapertura de establecimiento “The Sugar Bread Bakery” en colaboración con el ayuntamiento local.
Releo la frase una y otra vez.
—¿Una panadería? —susurro.
Yo, que apenas sé preparar café sin quemarlo.
Yo, que trabajo en relaciones públicas, no en hornos ni recetas.
Deslizo el dedo por la pantalla hasta llegar a la parte final del correo:
“Como parte de tu sanción, deberás cumplir la cláusula de la herencia recibida. Tu difunta tía abuela dejó en tu nombre la propiedad ‘The Sugar Bread Bakery’, con la condición de mantenerla activa durante la temporada navideña. El programa de servicio comunitario se coordinará en ese lugar.”
Me quedo mirando el teléfono como si acabara de leer una mala broma.
La risa me sale entrecortada.
—Genial, Emily, lo lograste. Has pasado de ser ejecutiva de marketing a panadera por castigo divino.
Guardo el móvil, me echo hacia atrás en la silla y miro por el ventanal del aeropuerto. Afuera, los copos de nieve caen como si el cielo quisiera burlarse de mí.
No es justo que todo siga tan hermoso cuando por dentro me siento destrozada.
Horas después, ya estoy en el avión.
Ventana, fila 12.
A mi lado, un hombre ronca como si fuera su talento oculto, y en la fila de adelante un niño canta una canción de Navidad con una voz que atraviesa cualquier audífono.
Intento concentrarme en la revista de a bordo, pero las letras se me desdibujan.
Miro por la ventana. La ciudad se va haciendo pequeña, como si se escondiera detrás de una neblina de recuerdos.
Nueva York se aleja.
Mi caos se aleja.
Y lo único que queda soy yo… y un destino llamado Pineberry Falls.
No puedo evitar recordar cuando era niña y mi mamá me hablaba de mi tía abuela Rose.
La describía como una mujer excéntrica, de esas que hablaban con las flores y hacían pan los domingos aunque nadie fuera a visitarlas.
Hace años que no pensaba en ella.
De hecho, ni siquiera fui a su funeral.
Y ahora, por una ironía cruel del destino, me ha dejado su panadería.
Saco el sobre que venía con el correo, el original, el que el mensajero dejó ayer en mi apartamento. No lo abrí del todo, solo había visto el remitente: Pineberry Falls, Vermont.
La caligrafía temblorosa de la dirección tiene algo que me toca el alma.
Paso el dedo sobre las letras, como si pudiera sentirla viva por un instante.
Quizás, después de todo, no estoy yendo a cualquier lugar. Quizás, sin saberlo, estoy regresando a un pedacito de mi historia que había olvidado.
—Damas y caballeros, por favor abrochen sus cinturones —anuncia la azafata con una sonrisa forzada—. Estamos por iniciar el despegue.
Aprieto el cinturón y cierro los ojos.
No sé si reír o llorar.
Dos horas después, me despierta una turbulencia que hace saltar mi corazón al cuello.
El avión tiembla, la mujer del pasillo reza en voz baja, y yo… yo solo pienso que si esto termina mal, al menos no tendré que enfrentar una panadería en ruinas.
La idea me saca una carcajada nerviosa.
El hombre que ronca me mira raro.
—Perdón —digo entre dientes.
Él asiente, medio dormido.
Intento distraerme viendo por la ventana. La nieve cubre el mundo como una sábana blanca. Es tan puro, tan diferente al gris de Manhattan.
No sé si lo que siento es miedo o alivio.
Quizás ambos.
Releo el correo de Monica.
“Tu actitud durante este proceso determinará si podrás volver a tu cargo después del periodo de suspensión.”
Traducción: Pórtate bien o perderás todo.
Suspiro.
No puedo creer que mi vida se haya reducido a esto.
Un error.
Un video.
Un escándalo.
Una panadería.
Apoyo la cabeza contra el cristal y dejo que mis pensamientos se mezclen con el zumbido del avión.
Me duele recordar.
Me duele el amor desperdiciado, la confianza rota, las noches que pasé creyendo que Ryan era el amor de mi vida.
Me duele haberlo defendido incluso cuando mis amigas me decían que algo no andaba bien.
Me duele… que tuviera razón.
—Ya basta, Emily —me digo—. No vas a llorar aquí. No frente a un desconocido que ronca.
Me enjuago los ojos con el dorso de la mano.
Respiro.
Cuento hasta diez.
Y entonces, algo en mí se ablanda.
Quizás este viaje no sea solo un castigo.
Quizás, sin saberlo, el universo me está dando una segunda oportunidad.
El avión aterriza con un chirrido que hace que todos los pasajeros se sujeten a los asientos.
Afuera, la nieve cae más fuerte.
Recojo mi bolso, el abrigo y la carta que guardé en el bolsillo interior.