Nunca pensé que mis habilidades de supervivencia urbana fueran a ser probadas por un pedazo de metal oxidado con ruedas.
Ahí estaba yo, frente a la camioneta prestada por el motel, una reliquia que olía a gasolina rancia, con un parabrisas que apenas mantenía su integridad y la promesa implícita de que cualquier movimiento brusco podía desarmarla en mil pedazos.
—Bienvenido al apocalipsis vehicular, Emily —susurré mientras acariciaba el volante con la reverencia de quien se enfrenta a un monstruo.
Me acomodé en el asiento, con la certeza de que la suspensión chillona y los asientos desgastados iban a hacer que cualquier minuto en este auto se sintiera como una eternidad. Giré la llave. Nada.
Gire otra vez. Un extraño zumbido, como si el motor estuviera pidiendo clemencia. Finalmente, un tosido mecánico que terminó en un rugido dudoso.
—Perfecto —murmuré—. Sobreviviré. Tal vez.
Salí del motel. La nieve caía suavemente, pero el camino ya estaba cubierto por una capa blanca que prometía diversión involuntaria y probable desastre. Ajusté el espejo y respiré profundo, intentando recordar cómo se manejaba un auto en invierno.
—Bueno, Emily, nadie dijo que sería fácil… bueno, sí, Monica dijo muchas cosas, pero ninguna sobre cómo no matar a alguien en un pueblo nevado.
La carretera estaba prácticamente vacía. Árboles cargados de nieve bordeaban el camino, y por un momento, la escena parecía sacada de una postal navideña. Solo que yo no me sentía como protagonista de ninguna historia bonita. Me sentía como la víctima de un castigo absurdo.
A los cinco minutos de conducir, el milagro de la camioneta llegó: un crujido, un giro torpe y, por supuesto, me quedé atascada. Delante, la nieve se había acumulado como si la carretera hubiera decidido vengarse.
—No, no, no —susurré mientras empujaba el pedal del acelerador y escuchaba cómo las ruedas giraban sin avanzar. Cada intento me hacía cavar más profundo en la nieve.
Mis manos temblaban por la mezcla de frío y frustración.
—Bienvenido al verdadero invierno, Emily Dawson —me dije con sarcasmo—. Aquí nadie te conoce, nadie te entiende y nadie va a sacarte de este lío.
Justo cuando empezaba a considerar la opción de salir del auto y empujarlo hasta la medianoche, un ruido metálico y una voz profunda interrumpieron mis pensamientos:
—¿Necesitas ayuda?
Me giré y lo vi. Alto, imponente, cabello negro un poco despeinado, barba cuidada con unos días sin arreglar, camisa de cuadros bajo una chaqueta de cuero y botas que parecían capaces de caminar sobre cualquier terreno. Y esos ojos… azules, grandes y brillantes, aunque un poco cansados, como si el mundo les pesara.
—Eh… sí —dije, con la certeza de que sonaba ridícula, lo cual no ayudaba a mi dignidad—. Estoy… atrapada.
Él esbozó una media sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Bien, parece que tu camioneta decidió que no quería salir de la nieve hoy.
—Decidió —susurré, haciendo una pausa dramática mientras miraba mi situación—. Sí… exactamente.
Se acercó, sus botas hundiéndose ligeramente en la nieve, y colocó las manos en sus caderas.
—Sube al asiento del pasajero. Te voy a sacar de este agujero.
—¿Qué? —dije, entre confundida y atónita—. ¿Ahora soy un pasajero en mi propio vehículo?
Él rodó los ojos, pero su expresión tenía un toque de paciencia mezclada con diversión.
—Sí, porque si me dejas hacer todo el trabajo, probablemente termines enterrada hasta el parabrisas.
Suspiré y me moví al asiento del copiloto. La camioneta crujía como si protestara por cada movimiento. Ethan, sin inmutarse, se inclinó hacia el volante y comenzó a maniobrar, empujando, girando y maldiciendo suavemente bajo la respiración.
—Esto… esto es… —intenté hablar, pero las palabras se me perdieron entre carcajadas nerviosas—. Es… un desastre total.
Él me miró de reojo y arqueó una ceja.
—Bienvenida a Pineberry Falls —dijo, como si el pueblo entero estuviera conspirando en mi contra.
No pude evitar reírme a carcajadas.
—Ah, claro, perfecto. Gracias por la bienvenida, señor… ¿cómo dijo que se llamaba?
Él me miró como si la respuesta fuera obvia, pero yo, distraída, no la había escuchado.
—Ethan. —Su voz tenía un tono firme, con un matiz de ironía que me hizo sentir como una niña atrapada—. Ethan Carter.
—Ethan… Carter —repetí, y automáticamente me sentí ridícula. —Encantada de conocerte, señor Carter, y muchas gracias por salvar mi… camioneta… y probablemente mi dignidad.
El silencio se instaló por un segundo, interrumpido solo por el crujido de la nieve bajo las ruedas. Ethan maniobraba con cuidado, y yo observaba cada movimiento, con la sensación de que estaba frente a alguien que no solo sabía lo que hacía, sino que también parecía tener un aire de misterio que me dejaba curiosa y alerta a la vez.
Finalmente, con un tirón maestro, la camioneta quedó libre. La nieve crujió, se soltaron unos bloqueos de hielo, y yo suspiré aliviada, dejando que mi frente descansara contra el asiento.
—Lo lograste… gracias… supongo —dije, un poco mareada y completamente fascinada.
Él me lanzó una mirada que era mitad reproche, mitad diversión.
—Supongo que eso significa que eres nueva en esto, ¿verdad?
—Sí… Nueva… y probablemente la peor conductora que hayas visto jamás —respondí con sinceridad, aunque con un toque de humor que intentaba aliviar la tensión.
Él rió. Un sonido grave, contenido, que me hizo sonreír a pesar de todo.
—Bueno, no todos los días alguien queda atrapado en la nieve frente a mi camino —dijo, mientras ajustaba la chaqueta y retomaba el asiento del conductor—.
El viaje continuó en silencio por un momento, solo el motor viejo que parecía renegar a cada kilómetro.
—Entonces… —me atreví a romper el hielo—. Pineberry Falls… ¿siempre está así de nevado o solo tuve la suerte de que mi camioneta eligiera hoy para romperse?