Un reencuentro incómodo
Nunca creí que un pueblo tan pequeño pudiera sentirse tan grande y… aterrador al mismo tiempo.
Al salir de la camioneta, mis botas hundiéndose en la nieve fresca, sentí que cada respiración helada me recordaba que no estaba en Nueva York. Aquí no había ruido de tráfico, ni luces de neón, ni cafés de diseño. Solo árboles cargados de nieve, casas de madera con chimeneas humeantes y un silencio que parecía esperar algo… o a alguien.
El aire olía a pino, pan recién horneado y chimeneas. Algo en esa mezcla me hizo recordar mis navidades infantiles, cuando me escondía detrás del árbol de Navidad para evitar que mi tía abuela me encontrara haciendo travesuras. El corazón me dio un vuelco de nostalgia que no esperaba sentir. Pineberry Falls no era solo un pueblo cualquiera: era un lugar donde cada aroma parecía guardar un recuerdo, y cada callejón cubierto de nieve parecía susurrar historias que yo no debía haber olvidado.
Y yo, Emily Dawson, estaba exactamente en el lugar donde no quería estar.
—Bienvenida a Pineberry Falls —dijo una voz familiar.
Me giré de golpe y lo vi.
Ethan.
Su postura era rígida, como si intentara sostener todo su mundo sobre unos hombros que parecían demasiado fuertes para su cansancio. La chaqueta de cuero, la camisa de cuadros, las botas… todo estaba en su lugar, pero había algo diferente en él. Había dureza, pero también una especie de… tensión contenida. Sus ojos azules se fijaron en mí con esa mezcla que no había olvidado: sorpresa, molestia y algo más que no lograba identificar del todo.
—Ethan —dije, mi voz sonando más baja de lo que esperaba.
Él arqueó una ceja.
—Emily Dawson —dijo, con esa misma formalidad que una vez me hizo sentir culpable por irme sin despedirme—. No esperaba verte aquí.
Yo mordí mi labio, deseando desaparecer detrás de un árbol o al menos dentro de la camioneta.
—Yo… yo tampoco esperaba esto —admití, y eso era verdad.
Hubo un silencio incómodo. Tan denso que hasta la nieve parecía haberse detenido para escucharnos.
—Hace… años, ¿no? —dijo Ethan finalmente, sus palabras un poco ásperas, llenas de recuerdo y de reproche—. Desde que te fuiste.
—Sí… años —respondí, con un nudo en la garganta. Cada palabra me recordaba la culpa que había sentido al dejar el pueblo sin decir adiós, al irme a Nueva York con sueños egoístas y sin pensar en cómo eso afectaba a quienes me conocían.
Él suspiró, apoyando una mano en la camioneta.
—No esperaba verte aquí… y menos… involucrada con la panadería de mi madre.
—¿La panadería de tu madre? —pregunté, confundida—. Espera… ¿tú… tú sabes quién soy?
Ethan me miró, serio, y no dijo nada de inmediato. Sus ojos brillaban con una mezcla de enojo y reconocimiento.
—Claro que sé quién eres —dijo finalmente—. ¿Crees que podría olvidar a la niña que se marchó sin despedirse y dejó un vacío enorme en todo el pueblo?
Me sentí como si un cubo de hielo me golpeara el pecho. Lo que yo creí que era un viaje de castigo, una misión absurda de servicio comunitario y panadería abandonada, de repente se volvió personal.
—Ethan… —empecé, pero no sabía qué decir. Todo lo que quería era explicarle, pero las palabras parecían torpes y vacías.
—No intentes justificarlo, Emily —interrumpió él, con voz firme—. Me dolió, me dolió mucho que te fueras así, sin despedirte.
El corazón me latía con fuerza, una mezcla de culpa, miedo y algo que no quería admitir: nostalgia.
—Lo sé… lo sé y… lo siento —susurré—. Realmente lo siento.
Ethan cerró los ojos un instante, y cuando los abrió de nuevo, había un brillo diferente, más humano, menos cortante.
—Supongo que todos tenemos que vivir con nuestras decisiones —dijo, y su voz suavizó un poco el reproche.
Yo asentí, deseando que la nieve me tragara en ese momento.
—Sí… y yo… estoy aquí ahora —dije—. Para… arreglarlo. Para la panadería. Para… Pineberry Falls.
Él me observó en silencio unos segundos que se sintieron eternos, y luego suspiró de nuevo.
—Bueno… al menos la panadería necesitaba manos nuevas —dijo finalmente, con un toque de humor seco que me hizo sonreír a pesar de todo—. Aunque espero que no seas tan desastrosa conduciendo como cuando llegaste.
No pude evitar reírme.
—Créeme, esto es solo un calentamiento. La verdadera catástrofe será cuando intente hornear algo.
Ethan esbozó una sonrisa que suavizó toda la tensión entre nosotros. No era una sonrisa completa, pero había suficiente para darme un pequeño respiro.
—Supongo que podré sobrevivir a eso —dijo—. Pero no me hagas prometer que la próxima vez traerás tu coche a este estado.
—No prometo nada —dije, divertida y honesta.
El aire helado entre nosotros se sentía menos pesado ahora. La nieve caía sobre su chaqueta y sobre mi abrigo, y, por primera vez desde que llegué, sentí que algo podría salir bien en este pueblo. Aunque todavía quedaba mucho por arreglar: la panadería, mi reputación y, claramente, Ethan Carter y yo.
Decidí que necesitaba caminar un poco, sacudir el frío y, tal vez, recuperar algo de dignidad perdida. Cada paso en la nieve fresca era un recordatorio de que estaba aquí, que este era mi momento… aunque no sabía qué tipo de momento sería.
—¿Quieres que te muestre el camino a la panadería? —preguntó Ethan, con una mezcla de cortesía y autoridad natural que me hizo sentir pequeña y sorprendida al mismo tiempo.
—Claro —dije, tratando de sonar casual, aunque sentía que estaba a punto de caerme sobre la nieve de nuevo—. Me vendría bien… tu experiencia.
Mientras caminábamos, no pude evitar mirar las casas decoradas con luces titilantes y coronas de Navidad en las puertas. Todo parecía sacado de una película, y yo estaba en medio de ella, completamente descoordinada y emocionalmente expuesta.
—El pueblo… —dije, más para mí misma que para él—. Es… diferente. Más… vivo que en mis recuerdos.