Nunca pensé que entrar a la panadería abandonada me convertiría en una especie de científica loca de experimentos culinarios. Cada superficie estaba cubierta de polvo y harina, cada utensilio parecía que no había sido usado en décadas, y el horno antiguo, ese gigante de hierro oxidado, me miraba como si supiera que no tenía idea de lo que estaba haciendo.
Justo cuando estaba contemplando si debía empezar por barrer el suelo o desenterrar los moldes, escuché una risa. No una risa cualquiera, sino una que parecía rebotar por las paredes de madera y multiplicarse en ecos juguetones.
—¡Vaya, vaya! —dijo una voz alegre y musical—. ¿Quién tenemos aquí?
Me giré y la vi.
Una chica de cabello rubio brillante, rizado y desordenado, con un suéter de renos que claramente había visto mejores navidades, botas embarradas y una sonrisa que podía iluminar cualquier cuarto oscuro. Sus ojos verdes brillaban con malicia divertida y curiosidad.
—Yo… soy Emily —dije, confundida y un poco intimidada—. Emily Dawson.
—Harper Collins —respondió, inclinándose dramáticamente—. Y parece que acaba de aterrizar en la panadería fantasma más caótica de Pineberry Falls.
No pude evitar soltar una risa nerviosa.
—Sí… supongo —dije—. Aunque “caótica” es una palabra generosa. Yo diría “completamente inexperta y a punto de hacer explotar todo”.
Harper soltó una carcajada y se acercó, dando pequeños saltitos como si estuviera en un escenario de teatro improvisado.
—¡Perfecto! Me encantan las chicas con sentido de peligro culinario. ¡Podríamos ser un desastre épico juntas!
No sabía si estaba feliz o aterrorizada por esa afirmación, pero algo en la energía de Harper era contagiosa. Antes de que pudiera decir algo, se lanzó hacia el estante donde estaban los moldes de pan y empezó a sacarlos, dejando un rastro de polvo a su paso.
—¡Ey! —protesté, tratando de cubrir mi nariz con el brazo—. ¡Eso es harina de hace años! Podría ser venenosa… o al menos eso es lo que mi imaginación dramática me dice.
—Har, por favor —dijo Harper con un guiño—. Eso es harina vintage, con personalidad. ¡Le dará carácter a nuestros panes!
Mientras nos preparábamos para hornear, no pude evitar observarla. Harper se movía con una confianza que yo no tenía ni en mis mejores días en Nueva York. Cada movimiento estaba lleno de propósito, aunque también parecía capaz de convertir cualquier cosa en un desastre cómico.
—Entonces… ¿tú eres de aquí? —pregunté mientras intentaba desempolvar un bol de mezcla de algún rincón olvidado.
—Nací y crecí aquí —dijo, mientras un trozo de harina volaba accidentalmente hacia mi cara—. Pineberry Falls corre por mis venas. Y no te preocupes, eso es solo un poco de bienvenida local.
—Ah… —dije, sacudiéndome la harina de los ojos—. Muy amable.
—Sí, bienvenida a la Navidad más loca y caótica que puedas imaginar —dijo Harper, mientras sacaba unos moldes con entusiasmo—. Y tú eres la novata que va a intentar salvar la panadería de convertirse en un cementerio de galletas, ¿verdad?
—Algo así —dije, sonriendo tímidamente—. Supongo que eso es lo que dice el testamento.
Harper puso los ojos en blanco de manera exagerada, pero su sonrisa nunca desapareció.
—Bueno, Emily Dawson, prepárate. Esto va a ser… interesante. Y por “interesante” quiero decir que probablemente te quemarás las manos, mancharás el suelo y quizás, solo quizás, hagas el pan más delicioso que el pueblo haya visto.
—Gracias por la confianza —dije sarcástica, aunque en el fondo me sentí un poco emocionada.
Comenzamos por intentar hacer pan de canela, siguiendo una de las recetas de mi tía abuela. Harper insistió en que yo mezclara los ingredientes mientras ella supervisaba, pero pronto me di cuenta de que supervisar a Harper era como intentar detener un huracán con una cuchara de madera.
—¡No, no, no! —gritó mientras intentaba apartar mi mano de la batidora—. ¡Así no se mezcla! ¡Eso es brutal!
—¡Estoy intentando no romper nada! —protesté, aunque parte de mí quería gritar de emoción y miedo al mismo tiempo.
Harper soltó una risa que hizo que todo el polvo en el aire pareciera bailar.
—Emily, querida, no estamos aquí para ser precisos, estamos aquí para sobrevivir y, si tenemos suerte, ¡hacer pan que no explote!
—¿Explote? —pregunté alarmada.
—Sí, explote —dijo ella con una seriedad que no coincidía con su risa—. La panadería fantasma tiene una historia de panes explosivos. Y ahora que tú estás aquí, siento que se avecina un capítulo épico.
No pude evitar soltar una carcajada nerviosa. La verdad es que Harper tenía razón. Cada vez que intentaba mezclar la masa, parecía que el bol iba a volar por los aires. El polvo de harina nos cubría a ambas, los moldes se resbalaban, y yo me sentía como una adolescente torpe en un laboratorio de alquimia.
—¡No mires! —grité cuando una bola de masa casi golpea su cara.
—¡Demasiado tarde! —gritó Harper, girando sobre sí misma y lanzando harina al aire como si estuviéramos en una batalla navideña.
Nos quedamos allí, riendo hasta que el aire se volvió frío y nuestros labios temblaban, cubiertas de polvo y masa. Por un momento, olvidé que estaba castigada, que había llegado al pueblo bajo circunstancias humillantes y que Ethan estaba en algún lugar del pueblo mirándome con su ceño fruncido. Todo lo que existía era la panadería, la nieve que se colaba por las ventanas, y Harper Collins, mi compañera de desastre perfecto.
—¡Listo! —gritó Harper finalmente, levantando un pan que milagrosamente no se había incendiado—. ¡Mira! No explotó.
—Increíble —dije, sonriendo mientras me secaba las lágrimas de risa—. Ni siquiera olía a desastre total.
—Exactamente —dijo Harper, guiñándome un ojo—. La magia de la Navidad, Emily. Solo que… un poco de caos hace que sea más divertida.
Me sentí extrañamente ligera mientras observaba el pan dorado, todavía humeante, en nuestras manos. Era más que pan; era un símbolo de que, quizás, podía hacer algo bien aquí, incluso después de todo el desastre que había traído conmigo.