Rosa Ardiente

Capítulo 1 • ¿Será amor lo que siento?

A la fecha, se habían cumplido muchos años desde que se vieron por última vez. Separados desde entonces por una distancia insalvable, se sentían algo extraños al estar juntos de nuevo sin saber cómo iniciar una conversación. ¡Dios mío, qué largos fueron aquellos nueve años, cuatro mil días con sus noches, hasta ese día! ¡Cuánto tiempo perdido! Sin embargo, en la mente de Daniel destacaba un único recuerdo, un segundo antes de haberse conocido, cuando todo comenzó. Pero ¿cómo sucedió? Él lo recordaba muy bien. Llegó a esa casa a los veintitrés años. Después de desprenderse de una infancia marcada por la pobreza, puesto que creció en un pequeño pueblo, abriéndose camino trabajosamente en el estudio, agriando su carácter a una edad muy temprana a causa de las carencias. Trabajando en lo que fuera durante el día, continuando el estudio por la noche, rendido, tenso y con los nervios destrozados. Siempre fue un joven tenaz y responsable, se aplicaba al trabajo con una intensidad y una fuerza que evidenciaban una voluntad dispuesta a luchar por alcanzar sus metas.

Reconociendo la posibilidad de salir de la pobreza. Cuanto más trabajo se le confiaba, mayor empeño ponía en demostrar su eficiencia. Cegado por la ambición, rechazó trabajos que dependieran de la voluntad del jefe, y no se adivinaba el verdadero motivo del rechazo que, tal vez, ni siquiera él mismo lo sabía a ciencia cierta, entrando al fondo de sus sentimientos, pues no se trataba más que de orgullo, un compulsivo intento de ocultar su pundonor herido por una infancia que había transcurrido en la más amarga pobreza. Empezó a trabajar desde muy joven como profesor particular en pretenciosas casas de nuevos ricos, en su desempeño estuvo presente y a la vez ausente, sintiéndose un objeto decorativo como los girasoles que uno coloca o retira de la mesa según la necesidad, su alma rebosaba odio contra quienes pertenecían a la clase alta y contra todo lo que se movía en su esfera.

Toda aquella riqueza de la que él era un elemento, un bulto, un objeto al que simplemente se le tolera. Todo lo que había vivido en esas casas, las ofensas de los niños malcriados y la compasión casi ofensiva de la señora de la casa cuando, a final de mes, deslizaba en su mano un par de billetes; ante su mirada irónica y burlona. El tener que colocar en una maleta el único cambio de ropa decente que tenía junto con la ropa descolorida, era denigrante y hasta ofensivo. No, nunca más volvería a trabajar para nadie. Nunca más, nunca más. Así pasó el tiempo. Luego comenzó a cubrir turnos burócratas con su título de doctor, mientras que las heridas lacerantes de su juventud, decían que no debía vender por dinero esa mínima porción de libertad, la opacidad de su vida, y por eso rechazó esa honrosa invitación gubernamental de trabajo. 

Pero, pronto, circunstancias imprevistas no le dejaron otra elección y, al final, ya no pudo negarse a las reiteradas invitaciones. Este cambio de opinión, ¡bien lo sabía Dios!, fue un paso difícil para él.

Todavía acordaba el día en que tocó el timbre para obtener su primer empleo formal. Justo la tarde anterior se compró a toda prisa, con sus escasos ahorros —su anciana madre y dos hermanas consumían su parco sueldo—, con ropa usada y zapatos nuevos para no dejar ver demasiado las privaciones que soportaba. 

En vano intentó darse ánimos, sobreponerse a la vergüenza y a la irritación de sentirse nulo, diciéndose que, en el fondo, era a él a quien habían buscado. Pero la oronda figura que conformaban las cosas de su nuevo trabajo, todo cuanto había a su alrededor sofocaba todos sus argumentos; volvía a sentirse pequeño, doblegado y vencido bajo el peso de aquel mundo presuntuoso y opulento edificado sobre el dinero.

Pero cuando alguien tocó con los nudillos la puerta de su oficina, solicitando su presencia, y se encontró ante ella por primera vez, una comezón interior apareció apaciblemente; antes incluso de que su mirada tanteaba su rostro y abarcara su figura, las palabras de ella le salieron irresistibles. La primera palabra fue «gracias», pronunciada con tal franqueza y naturalidad despejó los nubarrones que se habían cernido a su alrededor, tocando inmediatamente sus sentidos, invitándole a escuchar con atención. 

—Le agradezco, señor doctor —dijo cordialmente al tiempo que le ofrecía la mano—, que haya aceptado trabajar con mi esposo. Espero tener la ocasión de demostrarle lo agradecida que estoy con usted. Puede que no le haya resultado fácil la decisión, pues uno no renuncia con gusto a su libertad, pero tal vez le ayude saber que hay dos personitas que tienen una deuda grande con su persona. Lo que esté en mis manos hacer para lograr que se sienta a gusto lo haré de corazón.

Escuchó profundamente sorprendido. ¿Cómo sabía ella que había vendido su libertad a regañadientes? ¿Cómo es que, con sus primeras palabras, ponía de pronto el dedo en la llaga? ¿Cómo sabía que el recuerdo de todas sus privaciones se borrarían con un solo gesto? 

Levantó la vista hacia ella para descubrir unos ojos cálidos, afectuosos. Había algo balsámico, tranquilizador en aquel rostro que infundía seguridad en uno mismo; su frente lucía limpia, todavía conservaba una juvenil tersura, irradiaba claridad; únicamente le parecía prematuro peinar su cabello de esa manera tan seria, con un cabello de capas oscuras, ondulado, amplios bucles, y a partir del cuello, un vestido oscuro ceñía sus pequeños hombros, lo que hacía que su rostro resultara más claro. 

Se acercó un paso más con gracia innata, para recibir de sus labios una sonrisa de gratitud. 

—Sé que convivir con personas nuevas es un problema, la única solución que encuentro es ser sinceros. Así que si se siente agobiado por cualquier motivo, hableme con total libertad. Es usted el doctor particular de mi esposo, yo su mujer, de alguna manera eso nos vincula a ambos, de modo que seamos sinceros el uno con el otro. 




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