Rosas para Emilia

2

—Ah, otro –susurró Emilia mirando el nuevo dibujo de las rosas. Pero esta vez sonrió. Eran seis rosas. En uno de los extremos, con letra que parecía más bien impresa, decía: “Para Emilia”. Dejó salir el aire y siguió avanzando por el sendero que la llevaría al edificio donde tendría su próxima clase.

Como siempre, las rosas eran hermosas, bien hechas. Miró en derredor, pero todo el mundo andaba por su camino concentrado en sus cosas.

—¿Quién eres, misterioso pintor de rosas? –giró la hoja, y se conmocionó bastante cuando descubrió un mensaje diferente a todos los demás: “¿Cuántas rosas crees que quepan en una hoja?” –No sé. Dímelo tú –contestó ella riendo. 

Era cierto que había dicho que ahora mismo lo primero en su vida era su carrera, pero este pintor de rosas había sacado en ella más de una sonrisa. 

¿Quién tendría tal habilidad? ¿Quién se interesaba tanto que invertía tiempo en esto? Porque pintar de esta manera no podría hacerse en minutos. Y luego, el trabajo de hacer que le llegaran sin que se diera cuenta. Esta persona se estaba tomando mucho trabajo en conquistarla. ¿Qué haría ella cuando se revelara al fin?

Si le gustaba, tal vez echaría por la borda su idea de poner de primero y último a sus estudios. 

 

—Andrés González, y Guillermo Campos –susurró Álvaro Caballero mirando las dos carpetas que contenían el currículum vitae de los amigos de Rubén. Éstos estaban sentados frente a su escritorio, muy bien vestidos y peinados, aunque de lejos se les notaba que no estaban acostumbrados a la ropa formal.

—Nuestras calificaciones hasta ahora han sido buenas –dijo Andrés, intentando causar buena impresión.

—Sí, buenas, pero no impresionantes –contestó Álvaro—. Antes de traerlos aquí, solicité a la universidad todas sus notas—. Andrés y Guillermo se miraron el uno al otro.

—Bueno, tenemos lo que se necesita, de todos modos –intervino Guillermo—, que es instinto, y coraje.

—No cabe duda de que ambos tienen mucho coraje. Desde el principio han intentado una y otra vez acceder a mí a través de mi hijo, y pensé que al finalizar la carrera se darían cuenta de que era inútil, pero ya veo que no. No se rendirán hasta que yo mismo les diga que realmente no tienen una oportunidad aquí. No los contrataré; no contrato holgazanes, ni gente retorcida como ustedes.

—¡Señor… nos insulta! –objetó Andrés.

—Lo siento, yo sólo estaba diciendo la verdad. Pero si la verdad es un insulto para ustedes, no hay nada que pueda hacer.

—Desear un buen lugar de trabajo no es un crimen –dijo Guillermo con voz casi susurrante.

—¿Se engañan a sí mismos con esa mentira? Conozco a la gente como ustedes. No se detienen hasta conseguir sus objetivos, no conocen el principio de lealtad, y lo peor: son insaciables. Con tal de conseguir lo que quieren, pasan por encima de cualquiera.

—No nos conoce. No puede juzgarnos de esa manera.

—No necesito conocerlos demasiado profundamente para saberlo. Basta con ver la manera tan avariciosa con que miran todo alrededor, los objetos, las personas… —Sintiéndose descubierto, Andrés empuñó su mano. El viejo los había estado mirando muy atentamente en la fiesta de graduación de Rubén. 

—Podría estar equivocado, ¿no le parece? Rubén…

—Rubén –interrumpió Álvaro, ya de mal humor y poniéndose en pie— es, a pesar de su edad, alguien muy ingenuo en la vida. Cree en el buen hacer y la buena voluntad de los demás. Sé que en algún momento se dará cuenta del tipo de personas que son, pero por el momento, yo me encargo de proteger lo que es mío y mi familia. Aléjense de él. Aléjense de mi empresa.

Sin poder soportarlo más, Andrés se puso en pie.

—No nos conoce. No le conviene amenazar a personas que no conoce.

—Que yo sepa, no te he amenazado con nada… aún.

—Está más que claro por qué el poder se concentra en tan pocas personas en este país. Somos mejores arquitectos que su hijo, y lo sabe, por eso teme contratarnos. Lo eclipsaríamos—. Álvaro frunció el ceño sin poderse creer que de verdad este joven estuviera diciendo algo así.

—Nos vamos –dijo Guillermo, tomando del escritorio el par de carpetas que antes habían puesto en manos del presidente de esta compañía—. Le deseamos, de todo corazón, mucho éxito a su hijito querido. ¿Pero qué importa el buen deseo de un par de personas como nosotros? Rubén ya tiene el éxito comprado, ¿no es así? Usted tiene el suficiente dinero como para eso.

—Sí, el éxito puede comprarse –dijo Álvaro cuando ya el par de jóvenes había dado la espalda—. La inteligencia, definitivamente, no.

No los vio apretar los dientes, pero por la manera en que empuñaban sus manos, se imaginó que no estarían sonriendo. 

Eran personas peligrosas tal como había intuido desde que los viera por primera vez. Esperaba haberlos sacudido de la vida de su hijo para siempre.

 

—¿Cómo les fue? –le preguntó Rubén a Andrés encontrándoselo casualmente en una de las cafeterías de la universidad. Aunque ambos se habían graduado, todavía tenían cosas que hacer allí. Rubén, coordinar todo acerca de su posgrado; Andrés, buscar otras opciones para emplearse. La universidad era más que un sitio para aprender, también lo era para establecer buenas conexiones, aunque esta en particular había sido nefasta.




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