Rosas para Emilia

5

—¿Hace cuánto fue? –le preguntó Aurora dulcemente a su hija. La tenía recostada casi en su pecho, y ya estaban cansadas de llorar. 

—Tres meses… en… una fiesta a la que me hicieron ir.

—¿Cómo así que te hicieron ir? –preguntó Antonio.

—Una compañera me quitó un libro, y me dijo que sólo si iba a la fiesta me lo devolvería. Fui y lo reclamé, y cuando salía… —Emilia cerró sus ojos. Tal vez ese tipo era el que había instigado todo para que fuera, para tenerla donde quería. 

Pero en el fondo de su conciencia, debajo de toda su rabia y su dolor, encontraba que todo se contradecía. La manera como él la abordó, la manera como la habían hecho ir. Las rosas… ¿Era ese hombre el de las rosas? ¿De verdad?

La policía le había preguntado si tenía idea de por qué razón el hombre había quedado inconsciente después de todo. Si estaba ebrio, o había en su ropa vestigios de que había fumado algo. Le exigieron que hiciera memoria, que recordara. Pero aparte de un leve sabor a cerveza en su boca, no había encontrado nada. Ni marihuana, ni ningún otro olor diferente al de su perfume y el aroma normal de su cuerpo, y ese horroroso olor de flores nocturnas que la asaltaba en cualquier momento y en cualquier lugar haciéndole ponerse la piel de gallina y sentir náuseas.

Días después, se enteraron de que muchos chicos habían ido directamente al hospital debido a sobredosis y abuso con las drogas. Le mostraron el rostro de varios de los asistentes que se ajustaban a su descripción, pero ninguna de esas fotografías coincidía con el que ella tenía en su mente. Con el paso de los días, su caso fue quedando como los otros cientos en el país: impune.

—No estás sola, hija –dijo Aurora una tarde que llegaron de la estación de policía sin muchos ánimos, pues otra vez habían vuelto sin conseguir nada—. Nos tienes a nosotros—. Emilia la miró desanimada. La policía se escudaba por su incapacidad de atrapar al culpable diciéndole que tal vez si ella hubiese actuado de inmediato, habrían podido hacer algo, pero conforme pasaban los días y las semanas, todo se iba haciendo más difícil.

—No nos lo ibas a decir, ¿verdad? –Reclamó Antonio—. De no ser por… la consecuencia, no nos lo habrías dicho—. Emilia movió la cabeza negando.

—No quería causarles esta tristeza.

—Y te la habrías tragado tú sola –suspiró—. ¿Qué piensas hacer con el niño? — Emilia sintió un pinchazo en su vientre. ¿Qué iba a hacer? Se encaminó a las escaleras y con los dientes apretados dijo:

—No lo sé. Ya es tarde para abortarlo—. Al escuchar la exclamación de Aurora, se detuvo en sus pasos y la miró—. Mamá… quiero… no quiero detener mi vida con esto. Sólo tengo diecinueve años. ¿De verdad es justo que cargue con esto?

—Pero es tu hijo.

—¡Y de ese hombre! 

—Pero es tuyo. Está aquí –dijo Aurora acercándose y poniendo la mano sobre el vientre de Emilia, y ella la arrebató alejándola y siguió avanzando hacia las escaleras.

—Tal vez lo dé en adopción. Muchas familias no pueden tener bebés y los desean de verdad. Yo no.

—¿Dejarás que unos extraños críen a tu hijo? No sabes qué valores le inculcarán.

—No me importará. Será el hijo de ellos, ellos verán.

—Todavía es muy pronto para decidir eso –dijo Antonio con voz grave—. Si decides conservarlo, te prometo que no le faltará nada—. Emilia miró a su padre, y los ojos se le llenaron de nuevo de lágrimas.

—Si fueras un poco malo se me haría más fácil todo esto, ¿sabes? –Antonio sonrió.

—Eres mi hija. Ese niño es mi nieto. 

—¡Y de ese hombre! –repitió ella, como si no se explicara cómo podían no entenderlo.

—Pero eso no importa, ¿verdad? A ti sí te conozco. Sé quién eres tú. No quiero sobre tu vida la sombra de la incertidumbre, sé que el resto de tu vida te preguntarás qué fue de ese bebé que entregaste, y cuando tengas tus otros hijos, los mirarás y te preguntarás si tienen algún parecido con él—. Antonio respiró profundo y caminó hacia su hija alcanzándola en las escaleras, y echó atrás su cabello levantando su cara para que lo mirara—. Piénsalo. Piénsalo detenidamente. Nosotros te apoyaremos—. Ella asintió, y se dejó abrazar por su padre, sintiendo cómo al fin el enorme peso que había llevado sobre los hombros, se aliviaba un poco.

 

Luego de que Roberto, el prometido de Viviana, viera a Rubén mover sus ojos, pasó una semana antes de que pudiera abrirlos completamente. 

—¿Puedes escucharme? –le preguntó el médico poniendo ante su pupila una molesta linterna de luz blanca. Él sólo cerró sus ojos, pero encontró que no tenía fuerzas ni para hacerlo bien. 

Intentó mover su cuerpo, pero del cuello para abajo todo se sentía como un enorme bulto pesado y molesto que no respondía a sus requerimientos. Agotado, volvió a caer en la inconciencia.

Pasó una semana más hasta que pudo permanecer despierto por unos minutos. 

—Rubén, despierta –le pidió Viviana en una ocasión que estuvo allí para verlo abrir los ojos. Rubén la buscó con la mirada frunciendo el ceño—. Sabes quién soy, ¿verdad? –preguntó ella en un tono aprensivo.




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