Era noche de baile en el Hotel King.
La música se expandía por el salón, mezclándose con el sonido de las copas al brindar y las risas que se perdían bajo las luces doradas.
Las máscaras ocultaban los rostros… pero no las intenciones.
Y eso bastaba para que muchos hicieran lo que no se atrevían bajo la luz del día.
Entre la multitud, dos figuras se apartaron con discreción.
Caminaron lado a lado, intercambiando miradas que decían mucho más que cualquier palabra.
Mientras los demás reían, bailaban y se distraían con el champán, ellos se esfumaron por un lateral del salón, buscando un rincón donde el ruido del mundo no los alcanzara.
Entonces sucedió lo inesperado.
Primero un roce leve… luego un abrazo que duró más de lo permitido… y, finalmente, un beso.
No estaba planeado, no era correcto.
Pero, en ese instante, resistirse parecía imposible.
El silencio se quebró de repente cuando una copa cayó al suelo.
El sonido del vidrio al romperse los hizo separarse, sobresaltados.
Una tercera persona los observaba desde la penumbra.
El aire se volvió denso, casi cortante.
Sabían que su secreto acababa de ser descubierto…
Pero para entender cómo llegamos hasta aquí, debemos retroceder algunos meses atrás.
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Meses antes…
Sé que el mundo es redondo, pero mi vida insiste en parecer cuadrada.
Cada cosa en su rincón, cada tropiezo en su lugar.
Y si algo nunca me falla, es ese talento especial para meterme en las situaciones más improbables.
Algunas terminan siendo divertidas… otras, un completo desastre.
Era viernes.
Un día que prometía ser normal, de esos en los que solo esperas terminar la semana y descansar un poco.
Pero, claro, conmigo las cosas nunca son tan simples.
El reloj ya me advertía que iba tarde, pero yo aún creía que lograría alcanzar el tren.
Corrí por el pasillo de la estación, el bolso deslizándose del hombro mientras trataba de mantener el equilibrio.
El tren estaba allí, quieto, con las puertas abiertas… casi burlándose de mi lentitud.
Por un segundo creí que lo conseguiría.
Pero la vida tiene un extraño sentido del humor.
Justo frente a mis ojos, las puertas se cerraron con ese sonido seco, cruel, que pareció reírse de mí.
El tren partió, dejándome atrás.
Solo yo, mi frustración y el eco de mis pasos en la plataforma.
Suspiré, mirando mi reflejo en el vidrio.
Cabello despeinado, cara de enojo y esa voz interna repitiendo:
“No puede ser… justo hoy.”
Saqué el móvil y marqué el número de Natália, mi amiga salvavidas.
Sonó una, dos, tres veces…
Y cuando por fin iba a contestar, la llamada se cortó.
Obvio. Porque esas cosas solo pasan cuando más las necesitas.
— Genial… —murmuré, hablando sola.
La estación también parecía burlarse.
La gente iba y venía, cada uno con su prisa, y yo allí, la protagonista trágica de una comedia urbana.
Mientras esperaba el siguiente tren, repasé mentalmente toda la semana: trabajo acumulado, compromisos atrasados, y ahora el retraso para encontrarme con las chicas.
Natália se moriría de risa cuando se enterara.
Ella siempre se reía de mis desgracias, aunque lo hacía con cariño.
Entonces escuché el motor de un coche acercándose despacio.
Se detuvo tan cerca que no pude evitar mirarlo.
La ventanilla del pasajero bajó lentamente, y apareció un hombre con una presencia imposible de ignorar.
Alto, de mirada profunda y sonrisa apenas insinuada.
No parecía alguien que perteneciera a ese lugar.
Su nombre, lo supe segundos después, era Shelby.
Hasta ese momento, no tenía idea de quién era.
— ¿Eres Kataleya? —preguntó con voz firme, pero tranquila.
Tardé en reaccionar.
Instintivamente di un paso atrás.
— ¿Quién lo pregunta? —retruqué, más por defensa que por valentía.
Su sonrisa se amplió apenas.
— Natália me pidió que viniera a buscarte. Me dijo que perdiste el tren.
Mi cuerpo dudó.
La razón me gritaba que no debía aceptar nada de un desconocido.
Pero había algo en su tono, en su calma, que inspiraba confianza.
Suspiré, sin saber si debía esperar otro tren o creerle.
Intenté llamar a Natália otra vez. Nada.
— En serio, fue ella —insistió apoyando el brazo en la ventana—. Puedes confiar.
Reí nerviosa.
— ¿Confiar en un completo extraño? Sí, claro.
— Bueno… puedes quedarte aquí. —Encendió las luces intermitentes, como quien está por irse.— Solo no digas después que no te ofrecí ayuda.
Rodé los ojos. Si fuera una trampa, ¿quién tendría tanta paciencia para hablar así?
Suspiré y, contra toda lógica, abrí la puerta del coche.
— Si desaparezco, saldré en las noticias, y será tu culpa.
— Entonces prometo que tendrás la historia más interesante de la semana —dijo, sonriendo de lado mientras encendía el motor.
Quizás era una locura.
Pero había algo en su mirada que me hacía sentir segura.
Y aunque sabía que corría un riesgo, también sabía que, sola, perdería demasiado tiempo.
El silencio durante el trayecto era denso, pero no incómodo.
Lo observaba disimuladamente: sus manos firmes en el volante, los ojos atentos, la serenidad en su postura.
Y mi corazón… no latía por prisa, sino por la sospecha de que este encuentro cambiaría algo en mí.
Cuando llegamos, las puertas de la casa se abrieron y vi a Natália corriendo hacia mí.
Su abrazo fue un alivio instantáneo, una confirmación: estaba a salvo.
— ¡Estás loca! —rió—. ¿Cómo se te ocurre subirte al coche de un desconocido?
— ¡Ni yo lo sé! —reí con ella—. Pero él dijo que tú lo mandaste.
Natália miró a Shelby, arqueando una ceja.
— ¿La asustaste?
— Solo seguí órdenes —respondió con calma.
Entonces apareció Shelma.
Con su energía dulce y espontánea, se acercó rápido, el cabello rubio moviéndose al viento.
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Editado: 28.10.2025